El Nacional, una oferta gastronómica de éxito rápido y sorprendente
El macroespacio de Barcelona se ha estrenado con gran afluencia de público y colas en sus restaurantes
Barcelona acaba de estrenar un macroespacio gastronómico cuyo éxito ha sorprendido, como se suele decir, a la propia empresa. Sin haber hecho publicidad y sin haber sido ni siquiera inaugurado oficialmente, El Nacional cosecha un gran triunfo.
Tiene cuatro restaurantes, y en ninguno de ellos es posible encontrar mesa sin reserva previa. El jueves al mediodía había listas de espera de 40 minutos en todos ellos, aunque también hay que decir que en algunos había mesas vacías; o sea, que aparentemente las cocinas no daban aún abasto con el 100% de la capacidad de sus comedores.
Volveré en otra ocasión, cuando todo esté más aposentado para probar alguna de sus ofertas.
La mayor parte de la clientela es local, en un ambiente informal y los pocos turistas que se ven por sus pasillos van de curiosos. Cierto aire de centro comercial, a medio camino entre el madrileño Mercado de San Miguel y La Boquería. Pero escondido en un rincón, al final del pasaje sin nombre que conecta paseo de Gràcia con los jardines María Callas.
Tiene un horario amplísimo, entre las 12 del mediodía y las dos de la madrugada. Y capacidad para casi 800 personas, una dimensión difícil de gobernar, pero que de momento no parece que se les haya ido de las manos, pese a que en su primer fin de semana de vida –25 y 26 de octubre– atendió nada menos que a 6.000 personas.
El estudio del decorador Lázaro Rosa Violán ha hecho un gran trabajo en El Nacional –el nombre, en castellano, no deja de ser curioso para los tiempos que se viven en Cataluña— y ha creado una atmósfera vintage de los 50 muy singular.
Grandes lámparas para los altísimos techos que antes cubrían un enorme aparcamiento y que conservan sus claraboyas de la época de la industrialización. Un aspecto distinto para cada establecimiento, pero con el abigarramiento sofisticado de Violán como continuidad en los 2.600 metros cuadrados del establecimiento. Como en todas las instalaciones de este diseñador, los servicios merecen una visita. En este caso, parecen salidos del decorado de una película inquietante.
La oferta de restaurante es de cuatro tipos. Uno dedicado al mundo de la carne; otro especializado en pescados y mariscos que incluye un mostrador que simula una pescadería; el tercero se especializa en productos de horno, tanto dulces como salados; mientras que el cuarto –la tapería- es una mezcla de distintas especialidades, donde los camareros van pasando con paella, calamares o pescadito recién salidos de la cocina y los ofrecen a los comensales, como hacen las tabernas vascas con los pinchos; en lugar de que se cuente por palillos, aquí se hace por el color del plato: el azul, tanto; el blanco, cuanto, etcétera.
El recinto tiene además tres barras. Una para cerveza –que sirven en envases de mermelada—y los aperitivos en salazón, encurtidos, latas y todo tipo de conservas. Una segunda para vinos y sus acompañamientos más genuinos: quesos, embutidos y jamón. Una tercera de mármol, preciosa, dedicada al cava y las ostras; todo un lujo. Finalmente, una coctelería situada en el centro del local, entre la brasserie y la marisquería.
La sociedad montada por Luis Cañadell (Boca Grande) y SB Grup ha invertido seis millones de euros en el proyecto, y lo ha puesto bajo la batuta de Carles Tejedor, el cocinero que llevó los fogones de Via Veneto durante años y que ahora tiene su propio negocio.
Tejedor ha contratado a los mismos proveedores para todos los establecimientos de El Nacional, de manera que la cerveza siempre es Damm y el café Candelas, muy bien servido, por cierto. El resultado final es muy atractivo, como demuestra la gran afluencia inicial.
Cada uno de los locales tiene su propia caja registradora, lógicamente. Lo curioso es que han instalado unas máquinas como las de las oficinas bancarias, una mezcla de cajero automático y caja fuerte. Los camareros hacen la cuenta y cuando el cliente paga introducen los billetes y las monedas en las máquinas, que detectan si son falsos o auténticos; los guardan en su interior sin posibilidad alguna de sacarlos y dan el cambio exacto. Al final de la jornada nunca hay descuadre, la máquina no se equivoca.