Si alguien aterrizara con los ojos vendados en el Boca Grande tendría difícil determinar en qué ciudad, incluso en qué país, se encontraba. La decoración es muy genuina, con cristal abundante en espejos, ventanas y botellas tanto vacías como llenas de cerveza, aceite y vino.
Las maderas de las mesas tienen un barnizado rudo, basto, mientras que las sillas y los sofás son elegantones, acolchados. Aire acondicionado a una intensidad asiática y ventiladores en el techo, con reproducciones de viejos mapas en la parte alta de las paredes. Un ambiente ligeramente colonial, algo recargado y sofisticado que de alguna forma quiere trasladarnos a la Florida original de la ciudad Boca Grande.
Los servicios, unisex, son mucho más originales que prácticos. Son preciosos. Pero alguien tiene que montar guardia fuera para que no te sorprendan quienes, de tu sexo o de otro, abren la puerta libre de pestillos cuando más atareado estás.
El “sobradismo”
El Boca Grande, que tiene un Boca Chica para tomar copas en el mismo edificio, se ha ubicado en una antigua casa señorial del pasaje de la Concepció de Barcelona, que une paseo de Gràcia y Rambla de Catalunya, un pequeño y encantador callejón donde se ha hecho fuerte el grupo Tragaluz y donde el Hotel Majestic montó su Petit Comité. En la parte de atrás Boca Grande tiene una discreta terraza, bastante oculta al vecindario, lo que no ha evitado algunas quejas, mientras que las ventanas del comedor principal dan al pasaje, tranquilo y poco transitado.
La red ha sido despiadada con este establecimiento, nacido hace apenas un año de la mano del propietario del Big Fish, y decorado por Lázaro Rosa-Violán, el autor de Casa Paloma. Creo que la gente se quedó un poco descolocada en las primeras visitas.
No sé qué doctrina le han dado al personal, pero es cierto que cuando entras, si no te conocen, es como se fueras transparente; nadie repara en ti, ni para preguntarte si tienes mesa o simplemente qué quieres. La mayor parte del personal son féminas de buen ver, que no esconden palmito: incluso diría que el responsable del casting es un crack en ese terreno. Podrían ser las dependientas de una tienda de ropa de esas que son amables, pero que van sobradas.
Singularidad
Pero tampoco hay que quedarse únicamente con ese aspecto. Es un sitio agradable, a medio camino entre una taberna de lujo y un restaurante especializado en pescado. Es caro, desde luego, pero está en el corazón de Barcelona y le han metido muchísimo dinero en una decoración sugerente y original, que ofrece algo distinto. Aunque está de moda, no es difícil encontrar mesa y dispone de una acogedora barra para comidas rápidas.
Es de agradecer que en tiempos tan duros haya gente con el valor –y el dinero- suficiente para lanzarse a una aventura como esta. Solo por eso me quito el sombrero. Han hecho una gran inversión que aporta novedad, un espacio original y un servicio correcto que para algunos puede parecer estirado, pero en realidad es una postura, un componente más de la oferta que vende el local, en ese sentido a medio camino entre restaurante y discoteca.
Los platos ya son otra cosa. Podríamos definir la carta del Boca Grande como una propuesta alegre y ligera, donde no hay contundencias más allá de algunos formatos del arroz.
Es totalmente ecléctica, con predominio del pescado, pero con platos de todas partes: desde las inevitables patatas bravas a las papas al mojo picón; desde los calamares a la andaluza a los macarrones al estilo de la abuela. Aunque es genuinamente española tiene detalles como el fish&chips, y es que les gusta utilizar el inglés, da un toque chic, como internacional.
Los precios
Hay que tener cuidado con las piezas enteras de pescado que ofrece el jefe de sala. Suelen ser de calidad, pero muy caras. Recomendaría ir a lo seguro y con poco riesgo, como las anchoas o los bacalaos, entre los que me quedo con los buñuelos, que no son tales, sino trozos de morro con un ligero rebozado.
En una de mis visitas, estuve observando la mesa de al lado, donde dos brasileños trataban de hacerse entender en inglés con muy poco éxito a pesar de los detalles british de la casa. Devolvieron un plato de pescadito frito, sin que la amable camarera se inmutara ni hiciera la más mínima pregunta, pero luego la pareja parecía disfrutar de un arroz caldoso sin la más mínima incomodidad. Yo di cuenta de un arroz a banda, que estaba bien, aunque competía mal con el que hacía unos días había comido en el Carballeira.
La oferta de vinos está muy bien, aunque hay que advertir que cargan demasiado los precios. Tomé una copa de albariño Alba -4 euros- que había perdido sustancia por una deficiente conservación en la botella abierta. Después, otra de Pago de los Capellanes -5 euros- en mejores condiciones. La caña de Moritz, muy bien servida, como el café Bou, no tan cremoso como podría, pero con aroma y sabor auténticos.