Resiliencia infinita 

Las crisis internacionales afectan la resiliencia del sector agroalimentario, mientras la legislación amenaza su capacidad de adaptación

Representantes de las principales organizaciones agrarias vuelcan cajones de naranjas durante su primera protesta conjunta en la Comunitat Valenciana, una tractorada en el Puerto de Castellón. EFE/Andreu Esteban

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La teoría del caos explica con el efecto mariposa cómo el sutil aleteo de las alas de la mariposa pueden generar cambios que impactan de forma imprevisible en el resultado. La analogía de este insecto tiene su origen en un proverbio chino que decía que “el aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo”.  

Aunque esta teoría se formuló en la rama de las matemáticas, lo cierto es que se ha extrapolado a todos los ámbitos de la vida para explicar que una decisión o acto con apariencia intranscendente puede repercutir gravemente en otros, incluso en la otra punta del planeta. 

Hoy, más que nunca, somos testigos de la certeza de este planteamiento. Vivimos en un mundo globalizado e interconectado donde las reacciones a una acción se dejan sentir en cuestión de segundos en la otra parte del mundo. Un político hace una declaración en un país africano y el Dow Jones se desploma o crece en función del tono. La marmota Phil no mira su sombra y en Europa nos preparamos para recibir antes la primavera. 

Las consecuencias son más aún visibles, pues nos afectan en nuestro día a día, cuando entra en juego la geopolítica, pues alcanza a las migraciones, al comercio exterior y a las relaciones diplomáticas.  

Las consecuencias son más aún visibles cuando entra en juego la geopolítica

Por desgracias, en los últimos tiempos hemos visto cómo guerras y conflictos y lejanos puntos del planeta impactaban en la industria agroalimentaria. Apenas hace un par de años que vimos cómo la guerra de Ucrania hacía tambalear la cadena de valor, sin mencionar los miles de vidas humanas que la contienda se ha llevado por delante. Ya entonces las empresas tuvieron que capear el temporal. Y volvimos a reclamar medidas que potenciaran la independencia industrial de nuestro país.  

Esta crisis, como ya lo había hecho dos años antes la de la COVID-19, demostró que nuestra dependencia de terceros países es alta, pero nos servía de revulsivo para ser autosuficientes y poner en valor una cesta de compra “made in Spain”, ante la imposibilidad de importar ciertas materias primas. También pedimos medidas excepcionales que permitieran a las empresas del sector agroalimentario seguir operando y mantener los altos estándares de Seguridad Alimentaria y calidad de los productos, a pesar de las consecuencias de este conflicto internacional. Y la sensación es que las políticas, si llegan, lo hacen tarde; y que las buenas palabras se las lleva el viento y lo que permanece son las dotaciones de presupuesto, los planes viables. 

Representantes de las principales organizaciones agrarias vuelcan cajones de naranjas durante su primera protesta conjunta en la Comunitat Valenciana, una tractorada en el Puerto de Castellón. EFE/Andreu Esteban

En los últimos meses, también hemos sufrido las consecuencias de la crisis del Mar Rojo. El desvío de las flotas que transportan suministros y materia primas a nuestro país supone un retraso en los plazos de entrega, lo que afecta a algunas cadenas de producción. Además, este recorrido más largo se traduce en mayores costes de transporte. A su vez, se tensionan los precios de algunos productos alimenticios importados. Y las empresas valencianas que exportan sus productos a Asia, han visto también cómo se encarece el transporte.  

No pretendo hacer de este artículo un inventario de desastres, ni tampoco cargar con la responsabilidad a quien no la tiene. Nuestros gobernantes, o los de la Unión Europea, no son los artífices de estos conflictos y son los primeros interesados en resolverlos. Pero sí que tienen responsabilidad en dar una respuesta ágil a las necesidades que plantean las empresas agroalimentarias ante estas situaciones. Y crisis tras crisis, vemos qué rápidos no son. Es la industria la que va por delante explicando qué podría hacerse para suavizar las consecuencias de estas coyunturas en las empresas y en el consumidor. Porque no olvidemos que el sector agroalimentario es quien alimenta a la sociedad.  

Y para hacerlo todo un poco más difícil, entre crisis y crisis, acribillan a la industria con legislación, tanto desde las Administraciones autonómicas, como las nacionales o europeas. Normas que no tienen en cuenta la realidad de las empresas, que las cargan de burocracia, que les incrementan la carga fiscal. Exigencias que no han demostrado científicamente su eficacia y que marcan unos plazos utópicos.  

La industria agroalimentaria viene demostrando su capacidad de resiliencia, de adaptarse a lo que viene y reaccionar en pro del bien común, pero es necesario cuidarla también en los momentos de calma (que son pocos) y facilitar que puedan desarrollar su actividad. Si tenemos empresas asfixiadas por esta normativa y carga burocrática, llegarán a la próxima crisis con poco margen de actuación. Y cuando las consecuencias se hagan patentes en la sociedad, nos acordaremos de que la resiliencia también tiene un límite.    

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