Del hotel Palace al gallinero del Congreso
La transición de CiU al Partit Demòcrata muestra el abismo catalán en la correlación de fuerzas de la nueva legislatura
De más a menos y de menos a mucho menos, a la sombra de Cambó. Así ha ido la CiU desde la etapa de gobernabilidad liderada por Miquel Roca primero y por Josep Antoni Duran Lleida después, hasta llegar al Partit Demòcrata Català de Francesc Homs; un mix entre el descaro y el último alarido. En los años de plenitud, Minoría Catalana triangulaba el parlamento con los bufetes y con los espacios discretos del hotel Palace.
El equipo de Roca entraba en el Congreso cargado de portafolios y sabiéndose ganador antes del despliegue dialéctico (tan solo un adorno, muy de agradecer), pero con los pactos cerrados y siguiendo siempre el atajo procesal –reuniones en la sombra– de los legalista en asuntos civiles y mercantiles.
Las leyes ómnibus de acompañamiento de los presupuestos del Estado a lo largo de varias décadas lo atestiguan; el apoyo catalán a la llamada economía productiva no ofrece dudas en este sentido. Para celebrarlo o para colocar el último matiz bastaba con cruzar la calle. Al otro lado de la carrera de San Jerónimo, el servicio de habitaciones del hotel Palace fue testigo de los mejores y conspirativos spin rooms de la historia de nuestra democracia.
Tensar la cuerda
Pero todo tiene un final y el pragmatismo político de la Convergència añeja ha huido siempre de la concepción ontológica de España. Así, las últimas elecciones ganadas por Felipe González, en 1993, supusieron este límite, marcaron para siempre al nacionalismo; determinaron incluso la radicalización posterior del soberanismo.
Pujol se vio con Arzalluz y con Aznar antes de decirle a Felipe que no entraría en su Gobierno. Y Roca se calló para siempre sobre un desengaño que tenía ya dos antecedentes claros en las ofertas de Suárez (1980) y Calvo-Sotelo (1981).
Llovía sobre mojado, porque Pujol había descubierto que tensar la cuerda sin asumir el compromiso de gobernar le llenaba las alforjas de votos. Fue así como terminó todo dejando en la cuneta a los cientos de iniciativas legislativas creadas por CiU a beneficio de inventario y para vergüenza de los jóvenes turcos, que se arremolinaban junto a Artur Mas, el delfín, dispuestos a romper la baraja y ocupar el pedestal del resentimiento.
Cuando Pujol decidió no presentarse en sus últimas autonómicas, todas las operaciones de Estado delicadas se decidían en Barcelona, como la que cuenta Josep López de Lerma (Cuando pintábamos algo en Madrid, ED Libros) en la que Javier Arenas aceptó bloquear el mítico «dossier Pujol» (pufos incontables, se supone) a cambio de que el presidente despabilase a Alberto Fernández Díaz, para colocarlo en la campaña electoral catalana del PP.
Los bríos de la gobernabilidad habían bajado mucho, pero la fórmula todavía tendría vida aparente por algunos años, bajo la batuta de Duran Lleida.
Sin Palace frente al Parlament
«Los que pasan por la Moncloa como presidentes acaban arrumbados en algún museo de la historia», escribió en Los presidentes en zapatillas (Espasa) María Ángeles López de Celis, aquella secretaria de presidencia que los conoció a casi todos. Eso no ha ocurrido en la plaza Sant Jaume de Barcelona por razones diversas: Pujol se ensombreció, Maragall enfermó, Montilla se borró y Mas se ha hecho transitivo; y por otra causa mayor y es que los catalanes no tenemos un Palace junto al Parlament.
El Ritz, pongamos por caso, no sirve; el de Gran Via arrastra la maldición característica del hotel de los toreros, como pudo comprobar el mismo Suárez en el Ritz madrileño de la plaza de la Lealtad el día que presentó el CDS, una partido casi nonato, ante las narices de Landelino Lavilla, como cuenta Victoria Prego en Así se hizo la Transición (Aguilar).
El Ritz es una marca blanca de aristócratas desheredados, mientras que el Palace presenta la enjundia de los mantenidos, como Duran Lleida («el sabio de Alcampell») o el gran Julio Camba, cronista y gastrónomo portentoso, en los tiempos difíciles en que los Juan March lo alojó en los altos abovedados, hoy convertidos en suites de lujo.
Cuando en plena contienda civil, el Ritz bajó sus puertas para recato de la quinta columna, le substituyó su hermano de la calle Serrano, donde Hemingway y Dos Pasos bebían escoceses a palo seco bajo la figura de Belmonte, que sigue ahí después de tantos años. Historia y grandilocuencia, pero sin drama actual.
Suárez es el único político español que ha devuelto poder a la sociedad; devolvió el poder anclado en un régimen totalitario que se fue externalizando hacia la ciudadanía, a través de los consensos de la Transición.
Los dos golpes del 81
El 23 de febrero de 1981 hubo dos golpes de Estado: el blando, para que Alfonso Armada recondujera el timón dejado por Tarradellas con Pujol montado en el estribo y el duro de Tejero y Milans del Bosch. Para entonces, Roca era el primero en llegar al Puente Aéreo cada lunes por la mañana, mientras Duran Lleida calentaba motores en el Palace, propiedad todavía de Enric Masó, ex alcalde de Barcelona, y de su mano derecha Jordi Robinat (el hombre de George Soros en España).
En aquellos años, La Crida de Ángel Colom ocupaba la calle de forma asamblearia como ahora, mutatis mutandi, lo hace la CUP, aunque con la diferencia de que la plataforma anticapitalista, armada bajo el pretexto gauchista de otro tiempo, saca pecho en el Parlament –catafalco político de Mas– y desempata mayorías en el plenario. En fin, vana gloria y juventud que, algún día juzgará la luz de la experiencia.
En el pacto del Majestic del 96, Aznar hizo lo mismo que Suárez. Devolvió a la sociedad civil catalana algunos de los mecanismos de recuperación enclaustrados en el Estado. Sin embargo, fue un espejismo y a partir de la mayoría absoluta del 2000 retomó este poder para fundirlo de nuevo en el yunque de los aparatos centrales.
Aquella amputación fue descarada pero no decisiva, porque ya tres años antes, el divorcio entre Pujol y Roca había puesto la gobernabilidad a los pies de los caballos de sus adversarios, PSOE y PP.
Negociar desde el gallinero
El bipartidismo odia la gobernabilidad porque condiciona sus mayorías simples. Pero ya no tiene caso. El bienio 2015-2016 ha colocado la faz de España ante el espejo de una complejidad que no se siente heredera de la Transición. Volvemos a empezar.
Sabemos que, en el cambio de reglas, afrontar el disenso exige un estilo bastante próximo al del mejor reformismo periférico. Para esta última emergencia, el PNV aguanta disminuido a pesar de la naftalina que exudan sus armarios, pero el Partit Demòcrata Català empieza a borrase envuelto en la neblina de la que solo regresan los héroes. Los balances electorales descorazonan; van en la dirección contraria al calendario republicano que glosan sus líderes.
Avanzan, dicen, hacia un referéndum de mayorías aplastantes, pero ya no negocian desde la confortabilidad de una chaise long en el Palace. Ya no tienen grupo parlamentario y no es lo mismo ir de la mano de un lawyer que tomar café con un propio en la pensión Lolita. Aquel catalanismo de ademán pertenece ahora al grupo mixto y negocia con el Estado desde el gallinero del Congreso.