Sumisión
Las historias de Michel Houellebecq, bueno, algunas de ellas, rascan tanto que interpelan gravemente mi forma de entender el mundo
No me cae bien Michel Houellebecq.
No me gusta la forma engolada con la que escribe, desprecio su visión corta y miope sobre Europa y detesto su miserable, egoísta y simplona forma de entender esta sociedad compleja en la que nos ha tocado vivir. Por no gustarme, no me gusta ni su cara y, a pesar de todo esto, desde que en 2015 leí “Sumisión”, su primera obra que cayó en mis manos, no puedo evitar comprarme todo lo que escribe.
Y no es que sea yo un masoca literario de esos a que gustan zaherirse a sí mismos mediante la ingesta incontrolada de las novedades editoriales que los medios califican como de obligado cumplimiento, es simplemente que a pesar de todo lo descrito, sus historias, bueno, algunas de ellas, rascan tanto que interpelan gravemente mi forma de entender el mundo.
En la primera que cayó en mis manos, que como ya les he dicho fue Sumisión, Houellebecq plantea un juego moral perverso en el que en la Francia actual, un islamista moderado y bienpensante se alza con la presidencia de la República gracias a pasar por los pelos a la segunda vuelta y ser el único candidato alternativo posible a la extrema derecha.
Lo que pasa a continuación, narrado sobre la historia un profesor universitario más vago que la chaqueta de un guardia y bastante rijoso que se aprovecha de la situación me interesa menos a pesar de la detallada y pavorosa descripción que hace el autor del proceso mediante el cual la Francia laica y republicana va transformándose en un estado confesional a medida que su gobierno va abandonando la moderación y asumiendo su naturaleza fundamentalista. Quedémonos con el truculento el planteamiento de la historia y vamos a lo nuestro.
Imaginen ahora ustedes por un momento que al igual que sucede en la Knéset israelí, en el parlamento español actual hubiera un partido confesional, mejor aún, un partido fundamentalista religioso. Da igual de la religión que sea, eso no es determinante.
Imaginen que ese partido, a pesar de ser minoritario, tuviera los 7 diputados necesarios para que Pedro Sánchez fuera investido presidente del gobierno.
Imaginen que Sánchez llega a un acuerdo de investidura con ese partido fundamentalista arguyendo razones de pura gobernabilidad y estabilidad del país. Razones sólidas, de peso, ya que además es la única forma de impedir un gobierno de la sedicente ultraderecha.
Imaginen además que esos 7 votos tuvieran la llave de la legislatura, es decir, pudieran decidir qué tipo de leyes emite el parlamento y cómo se reparten los dineros en los presupuestos generales del estado.
E Imaginen para finalizar que el líder de ese partido fundamentalista, que está huido de la justicia por dar un golpe de estado tratando de imponer un régimen integrista en una región de España, exige un cambio en toda la arquitectura jurídica de nuestro país que permita no solo su retorno, sino también la convalidación de determinados preceptos de su religión tales como la sumisión de la mujer al varón, la obligatoriedad para ellas de vestir de una forma concreta por la calle además de permitir la esclavitud, el castigo físico e incluso la pena de muerte para los culpables de delitos contra su dios.
Seguramente no pasaría nada porque sin duda, convertir España en un país sometido al fundamentalismo religioso es una nítida línea roja que Sánchez jamás cruzaría, pero no sé por qué, con solo imaginarme una situación similar, un intenso escalofrío me ha recorrido la columna vertebral.