Los problemas del Liceu

En los años negros del franquismo, el Liceu era el único teatro español que ofrecía una temporada de ópera, a costa, eso sí, de voluntarismo

El Liceu (originalmente Gran Teatro del Liceo Filarmónico Dramático Barcelonés de S.M. la Reina Isabel II), es, por antigüedad, el segundo centro operístico español, sólo superado por el Principal mahonés (1829). Con la particularidad que ha mantenido de forma ininterrumpida su actividad desde su inauguración en 1847, salvo los dos periodos de reconstrucción que siguieron a sendos incendios (1861 y 1994). Fue edificado sobre el solar de uno de los conventos incendiados el 25 de julio de 1835.

Los alborotos comenzaron como protesta a los mansos astados que se estaban lidiando en la plaza de toros existente en la Barceloneta. Barcelona ha sido una ciudad muy taurina, mal que les pese a unos cuantos. Dichos alborotos pronto degeneraron en un motín anticlerical. Se estaba en plena primera guerra carlista y era de dominio público el conchabamiento de amplios sectores del clero regular con los facciosos.

Temporada de ópera

En los años negros del franquismo, el Liceu era el único teatro español que ofrecía una temporada de ópera, a costa, eso sí, de voluntarismo. Por su escenario pasaban importantes divos (la devoción por Renata Tebaldi, marcó una época) en contraste con la precariedad de la orquesta y el coro. Las dificultades económicas no permitían otra cosa. El teatro era de propiedad privada y recibía escasas subvenciones.

El interior del Gran Teatre Liceu de Barcelona.

Siendo Javier Solana ministro de cultura del gobierno de Felipe González, hubo la propuesta de reservar para Barcelona la capitalidad cultural de la ópera en España; un reflejo de la situación italiana, con la Scala milanesa como analogía. Jordi Pujol se opuso radicalmente, ya que la solución propuesta ponía en peligro la “catalanidad” (sic) del teatro.

Dicen que una de las grandes opciones, tanto de las personas como de las sociedades, es decidirse por ser cola de león o cabeza de ratón. El nacionalismo catalán, en este tema, como en otros, ha conseguido la cuadratura del círculo: que seamos cola de ratón. Y si alguien duda del estropicio llevado a cabo por Pujol, puede consultar “Una certa distància” de Josep Maria Bricall (pp. 519-520). Ante la negativa, el testigo pasó al Real de Madrid.

Incendio de 1994

El incendio de 1994 ha sido objeto de explicaciones conspiranoicas: habría sido provocado para conseguir la ampliación del edificio ante la oposición popular. En realidad, nunca hubo tal oposición, más allá de los amenazados por las expropiaciones. La oposición fue política, demagógica y oportunista, de la mano de CiU que, tanto desde el gobierno autonómico, como a través de sus concejales en el consistorio barcelonés, boicoteó cualquier intento de reforma y/o ampliación, basándose en la pretendida importancia monumental de una perfumería afectada por la potencial expropiación. En esa labor de zapa, destacó uno de los cachorros de Jordi Pujol, Josep Maria Cullell. Y tampoco hacía falta un pirómano. El teatro era pura yesca. Todos los informados lo sabían, incluido el señor Cullell.

Y lo que tenía que pasar pasó. A continuación del incendio tuvo lugar un acto muy catalán: esconder lo barrido bajo la alfombra, mediante el llamado “pacto del capó” entre Pujol y Pasqual Maragall. El teatro se reconstruyó en 1999 con dinero del gobierno central, previa renuncia de la propiedad, pasando a titularidad pública.

El lapso de cinco años, no fue inocuo. Es cierto que el teatro ha mejorado mucho en comodidad. El gran foyer ha complementado con creces el insuficiente Salón de los Espejos. El servicio de localidades, la tienda, etc. Algún bello detalle se ha perdido para siempre, como el soberbio ascensor por el que se accedía a la sala desde la calle Sant Pau. Y el Liceu, en ese período de mutis, dejó girones de su historia. La interrupción de la tradición tuvo sus consecuencias. La desaparición, por ejemplo, de las peñas de entusiastas aficionados que, desde las localidades de gallinero, ejercían una crítica severa, muchas veces partitura en mano, y con algún que otro enfrentamiento verbal entre ellas. Y con cierta frecuencia se aplaude con cualquier pretexto, incluso a destiempo.

«El barcelonés teatro de ópera se ve abocado a jugar en segunda división»

La posibilidad de haberse convertido en el centro operístico nacional español, se perdió para siempre y ahora se tiene que competir con un Real, que goza de todas las ventajas de estar ubicado en la capital del país. Y diversas ciudades de otras partes de España gozan de temporadas de ópera, de duración, por supuesto, variable (Bilbao, Sevilla, Oviedo, Valencia).

En definitiva, el barcelonés teatro de ópera se ve abocado a jugar en segunda división. Para ir más allá, tampoco ayuda el esnobismo imperante en las puestas en escena. En esta pasada temporada hemos tenido que sufrir una “Casta Diva” con un coro formado por supuestos refugiados, blandiendo cruces, a pesar de que se trataba de una ceremonia druida. O un Parsifal con un Montsalvat y Klingsor transformados en un sanatorio para heridos de la Gran Guerra y un escenario a lo Gran Gastby, respectivamente. La reposición del gran Turandot, debido a Núria Espert, ya en la actual, apenas nos ha permitido aligerar el mal sabor de boca acumulado.

Es cierto que dicho esnobismo no es nuevo, ni en el Liceu, ni en otros coliseos. En el primero, recuerdo, allá por la década de 1980, un Lohengrin que transcurría en una escuela, con todos los actores vestidos con batas escolares. O un Siegfried que, según el responsable de la puesta en escena, demostraba, de forma inequívoca, que el protagonista era anarquista. El reciente Rigoletto en el Real es otro ejemplo, ajeno, del mismo fenómeno.

Como se escribía en una excelente crítica, a propósito del soberbio Don Carlo, de Lluís Pascual, que inauguró la temporada scaligera, ya basta de dramaturgias paralelas, con evocaciones al ecologismo, al cambio climático y al empoderamiento femenino. A propósito de dicha obra, en la citada crítica se afirmaba que se beneficiaba de la casi imposibilidad de deslocalización temporal. Infravalora la desfachatez de algunos. Me temo una próxima Aida ambientada en la guerra de Ucrania.

No hay conciencia crítica de que se puede montar una Elektra de Richard Strauss, por ejemplo, con una mesa y cuatro sillas, pero no una Traviata. El problema añadido, con los montajes que se están sucediendo en el Liceu, es que cada vez cunde más la sospecha que los anacronismos salen más económicos y el presupuesto no da para turandots. Quizá si nos hablaran claro, estaríamos más conformados con la realidad imperante.

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