¿Por qué el sexo causa problemas a la Iglesia?
En una época caracterizada por nuevos estilos de vida, ¿qué futuro tiene la doctrina restrictiva de la Iglesia?
La Iglesia tiene problemas con el sexo que habrían sido ocultados hasta fecha reciente. Cosa sabida: ciertas prácticas –efebofilia, pedofilia, heterosexualidad, homosexualidad- que se alejan de la doctrina y –algunas- son materia del Código Penal.
No es menos cierto que, desde Benedicto XVI, la Iglesia acepta que “no se ha enfrentado de forma justa y responsable a la denuncia de los abusos”.
¿Qué papel juega el sexo en la pérdida de fieles, creyentes y practicantes de la Iglesia?
Y es cierto también que la Iglesia recuerda que Dios perdona, pero la ley del hombre castiga. Un paso adelante –Francisco– que implica aceptar la cultura jurídica. ¿Es eso suficiente? Se verá.
Más allá de los abusos, patologías y delitos propios del derecho penal, conviene detenerse en dos cuestiones recurrentes en la Iglesia: ¿Por qué el sexo causa problemas a la Iglesia? ¿Qué papel juega el sexo en la pérdida de fieles, creyentes y practicantes de la Iglesia?
Respondo a la primera pregunta: el sexo causa problemas a la Iglesia –insisto, no hablo de cuestiones penales- por el rechazo per se que su doctrina manifiesta hacia el sexo, el placer y la sensualidad.
La doctrina de la Iglesia sobre el sexo reduce el número de creyentes
Respondo a la segunda pregunta: la doctrina de la Iglesia sobre el sexo y la sexualidad desmoviliza a los fieles y reduce el número de creyentes y practicantes.
Vayamos por partes.
Si nos remitimos a la filosofía o doctrina constitutiva de la Iglesia –un préstamo cultural de corrientes filosóficas de la Grecia clásica y de escuelas gnósticas orientales- se percibe una animadversión hacia el placer y una desconfianza hacia la sensualidad.
Animadversión y desconfianza –el sexo “obnubila el espíritu, escapa al domino de la voluntad y degrada el ser humano al nivel del animal”, asegura San Agustín– que se consolida con el celibato (XII) y legaliza en el Concilio de Trento (XVI). Ahí seguimos siglos después.
Las directrices de la Iglesia Católica
En efecto, ahí está el catecismo de la Iglesia Católica: la castidad es una “virtud… o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado”.
Más: “los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia… el placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión”.
Más: “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados… contrarios a la ley natural… no pueden recibir aprobación en ningún caso… las personas homosexuales están llamadas a la castidad”.
Más: “la sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y la mujer… el amor conyugal tiende naturalmente a ser fecundo… el divorcio es una ofensa grave a la ley natural”.
Más: “la castidad debe calificar a las personas según los diferentes estados de vida: a unas, en la virginidad o en el celibato consagrado… las personas casadas son llamadas a vivir la castidad conyugal; las otras practican la castidad en la continencia”.
Más: “el uso deliberado de la facultad sexual fuera de las relaciones conyugales normales contradice a su finalidad, sea cual fuere el motivo que lo determine”.
La animadversión al sexo de la Iglesia se traduce en la pérdida de fieles
El resultado del rechazo del sexo y lo sensual: el choque -sin vía doctrinaria de escape- entre la vertiente sexual del ser humano y la ascesis exigida por la Iglesia.
Ahí surgen los problemas de la Iglesia con el sexo: no es fácil apaciguar, frenar o someter el componente sexual y sensual del ser humano. Por mucho que la Iglesia hable del ‘aprendizaje del domino de sí’ y la ‘libertad interior’.
Un conflicto que la Iglesia admite con reticencias. Un comportamiento anómico –sexualidad versus doctrina- que la Iglesia es incapaz de prevenir (¿cómo neutralizar una propensión biológica?) o administrar (¿cómo hacerlo sin cuestionar la doctrina?). De aquellos barros estos lodos.
Pero, no solo es la anomia, sino la desafección. La animadversión al sexo de la Iglesia se traduce –lo avanzaba antes- en la pérdida de fieles, creyentes y practicantes.
En plena ‘era secular’, en el marco de ‘la ética de la autenticidad’ que caracteriza el ‘individualismo expresivo’ (Charles Taylor) de la modernidad, resulta harto difícil que la doctrina restrictiva de la sexualidad de la Iglesia no provoque desafección.
En una época caracterizada por nuevos estilos de vida, por el ‘vive a tu manera’, por el “ser uno mismo”, por distintos modelos de familia, por la fase fractal de los valores en que la gratificación es un bien en sí, ¿qué futuro tiene la doctrina restrictiva de la Iglesia?
El futuro de la Iglesia como institución
En una época en que domina el sentimiento, el deseo y la elección; se relativiza la castidad, la homosexualidad y la monogamia; se percibe el placer como exploración o liberación, ¿qué futuro tiene la doctrina restrictiva de la Iglesia?
Se dirá que, a pesar de todo, la Iglesia, como institución terrenal, tiene futuro. Quizá. Pero, ello es así gracias a una experiencia religiosa que –para muchos- relaciona al hombre con lo sagrado y brinda consuelo, bienestar, tranquilidad, paz, alegría de vivir y vida ultraterrena.
En cualquier caso, la Iglesia, como institución, más allá de los escándalos que hoy la cuestionan, debe enfrentarse al desafío del John Stuart Mill que afirma que nadie puede interferir en nuestra vida por nuestro propio bien. En la cuestión del sexo, por ejemplo.
De ese desafío –entre otros-, depende el futuro de la Iglesia -dicho sea con todo el respeto- en el mercado global de creencias.