Lo peor es que no tenemos envidia de París
Los barceloneses y los parisinos tienen en común la soberbia de aborrecer a los visitantes y de mostrarse altivos cuando no agresivos frente a los que les visitan
No es cierto que el paso del tiempo haga que las sociedades mejoren de forma natural. En España sabemos bien que eso no es así, hoy la vivienda es más inaccesible que antaño, miles de personas tienen empleo pero no salen de la pobreza, la mujer a pesar de la verborrea gubernamental tiene menos garantías que en el pasado reciente y lideramos los rankings de pobreza infantil en Europa. No es un resumen catastrófico, es la relación de diversos indicadores.
El viernes asistimos a la inauguración de los JJ.OO de París, Francia es como España un país maravilloso y, como nosotros, sumido en una crisis sistémica. En el ’92 la lucha por la nominación olímpica se dirimió entre Barcelona y París, decantándose afortunadamente y gracias a Samaranch y a un esfuerzo colectivo por la Ciudad Condal.
Hoy París y Barcelona ya no compiten, comparten de forma dramática que hoy ninguna de las dos iniciaría el largo, tortuoso y caro proceso de conseguir la nominación olímpica. Los barceloneses y los parisinos tienen en común la soberbia de aborrecer a los visitantes y de mostrarse altivos cuando no agresivos frente a los que les visitan.
Parisinos y barceloneses comparten una arquitectura, gastronomía y cultura solo al alcance acaso de los italianos, pero también una vocación autodestructiva: gobiernos prohibidores de la actividad económica y permisivos con el incivismo y la delincuencia.
Sociedades tolerantes con manteros y okupas, pero exigentes con los que tienen iniciativa emprendedora. Élites woke barnizadas por kilos de buenismo progre que lloran por el aumento de una décima de temperatura global, pero no toleran la misera en la puerta de su casa si eso les altera lo más mínimo su vida cotidiana.
París y Barcelona son ciudades con sociedades que han desistido del esfuerzo. Hoy ninguna de las dos empezaría el sacrificado camino de lograr unos Juegos que a la postre suponen un salto en transformación urbana y proyección global que acaba beneficiando a todos.
«Los barceloneses y los parisinos tienen en común la soberbia de aborrecer a los visitantes»
¿Qué sería hoy de Barcelona sin el ’92? ¿Nuestra fachada litoral seguiría siendo algo parecido a un polígono industrial? ¿Los distritos conectados por la Ronda de Dalt como Nou Barris u Horta seguirán siendo el patio trasero de la ciudad? ¿Cuántos millones de personas vinieron a Barcelona al ver en TV la imagen del nadador saltando en las Picornell con la ciudad a sus pies? ¿Y cuántos negocios y empleos dio esa foto que cambiaron para bien la vida de tantas personas?
Tras esos juegos, Barcelona intentó dos veces lograr juegos de invierno, pero en un caso la oposición política y social contra los juegos porque sí y en el otro por la negativa a compartir la organización con Aragón dio al traste con el proyecto minutos después del disparo de salida. Otros se beneficiarán de nuestra estulticia.
«¿Y cuántos negocios y empleos dio esa foto que cambiaron para bien la vida de tantas personas?»
Lo queremos todo a cambio de nada, pero lo gratis no existe. Los grandes acontecimientos que los europeos rechazamos, o no podemos, o no queremos financiar se van a Oriente o a Asia y con ellos mueven el eje de la tierra hacia otras latitudes. Que Europa deje de ser el centro del mundo no es gratis para las nuevas generaciones.
Gritar a turistas, ofrecer imágenes de degradación y suciedad o renegar de nuestro atractivo es el camino más directo a la decadencia. La flecha de Rebollo encendiendo el pebetero de Montjuïc hoy no sería disparada, alguien diría, y los gobernantes lo comprarían, que el fuego es peligroso, que el arco es una llamada a la violencia y que el gas que emanaba del pebetero es un recurso fósil no renovable.