La fatiga nacionalista
Los indultos abrieron la puerta al segundo procés y, si las elecciones catalanas del 12 de mayo no lo remedian, vamos de cabeza al más amargo déjà vu
Pues ya está: lo están volviendo a hacer. Dijeron que, tras la amnistía, reclamarían un referéndum acordado y, si éste no se les era concedido, reactivarían la vía unilateral. La reincidencia está en marcha. Los partidos separatistas están andando exactamente los mismos pasos del primer procés.
Pere Aragonès se ha disfrazado de Artur Mas y, con otras palabras, exige un pacto fiscal insolidario y un referéndum de autodeterminación inconstitucional. Así pues, la ambición desmedida de Pedro Sánchez ha dado alas a un nacionalismo catalán que estaba dividido y desorientado desde que el estado de Derecho lo pusiera en su sitio.
Sánchez regala la amnistía –y la impunidad- a Junts, pero la aritmética del muro también necesita a ERC y, por eso, negociarán el referéndum y lo que haga falta. Los socialistas dicen públicamente que la bravuconada de Pere Aragonès hay que leerla en clave electoral.
Sin embargo, vivimos en una campaña permanente y las claves electorales explican toda una legislatura. La sociedad catalana estará cansada de procés, pero los partidos separatistas no ven ahora un freno en el gobierno de España, sino un incentivo a la radicalidad.
Los indultos abrieron la puerta al segundo procés y, si las elecciones catalanas del 12 de mayo no lo remedian, vamos de cabeza al más amargo déjà vu. Carles Puigdemont es un cobarde, pero puede generar miedo. Él no volverá, a pesar de sus amagos infantiles, pero las empresas y las inversiones tampoco, porque la inseguridad jurídica se agrava con tanta irresponsabilidad política.
La independencia es improbable, pero el daño del independentismo a Cataluña es un hecho. La independencia es mala, pero un gobierno nacionalista también. No es un mal menor.
El conflicto es consustancial a la democracia. En ella siempre hay choque de intereses, ideas y valores. Y, de hecho, las sociedades avanzan gracias a ese pluralismo, si está bien canalizado en las instituciones. Sin embargo, el nacionalismo plantea otro tipo de conflicto. Plantea un conflicto irresoluble sobre la identidad.
Los debates competenciales y territoriales se dan en todos los Estados compuestos del mundo, pero si la disputa gira en torno a la identidad entramos en un terreno democráticamente pantanoso, ya que la voluntad del nacionalista es expulsar al otro. Es extranjerizar al diferente.
El nacionalismo, como cualquier política de identidad, cree en la desigualdad ante la ley por razones de lengua, raza o religión. Cree que una parte de los ciudadanos debe tener más derechos que el resto. De este modo, el nacionalismo es contrario a cualquier idea moderna de democracia. Es una ideología que alimenta bajas pasiones y, por lo tanto, puede ser útil desde el punto de vista electoral, pero nunca se contentará respetando la democracia liberal. Nunca aceptará la igualdad.
«La voluntad del nacionalista es expulsar al otro»
En este sentido, nada solucionaría un referéndum. Antes al contrario, todo lo empeoraría. Esta es una de las lecciones que los catalanes deberíamos aprender de los quebequeses. Allí los referéndums también provocaron la fuga de las empresas y la diáspora de los talentos.
La provincia francófona se empobreció y dejó de ser el motor económico de Canadá. Pero los quebequeses acabaron entendiendo que un referéndum de independencia no era una fiesta de la democracia, sino un ejercicio irresponsable e inútil de polarización social. Y, tras la dura y agria experiencia de 1995, empezaron a castigar electoralmente a todo aquel que prometiera otro referéndum.
«Un referéndum de independencia no era una fiesta de la democracia, sino un ejercicio irresponsable»
Ahora en Cataluña también predomina cierta sensación de hartazgo. La fatiga nacionalista es real, pero falta un repunte de responsabilidad cívica que nos permita superar electoralmente el procés. El caso quebequés demostró que del nacionalismo se sale.
También allí muchos creyeron que la separación era inevitable. Y ahora son mayoría los que saben que la separación no sólo es negativa, sino que también es negativo que nos gobiernen los que la pretenden.
En Cataluña sobra dióxido nacionalista y falta oxígeno liberal. Necesitamos un respiro. Debemos dejar atrás los irresolubles debates esencialistas que sólo han servido para tapar tanta irresponsabilidad en la gestión de la cuentas públicas, de la educación o del agua. Si hablamos de referéndum, no hablamos de sequía. Por eso, el nacionalismo es decadencia. Es la negación de la rendición de cuentas. Y, por eso, el socialismo, al abrir las puertas a un segundo procés, es también responsable de esa decadencia. Al final, la prosperidad sólo regresará si aprendemos la lección quebequesa y la responsabilidad vence a todo nacionalismo.