El mundo de Kaplan

El mundo sería hoy una República de Weimar global. Bullicioso, pero desquiciado. Interconectado, pero inestable. Y, sobre todo, amenazante, porque “sin orden no hay libertad”

Es una inteligente combinación de liberalismo, conservadurismo y realismo fruto del viaje y la lectura, de la experiencia y la reflexión, de lo práctico y lo intelectual. No hay en él renuncia a la ambición de entender el mundo en toda su complejidad y a transmitirlo de una manera comprensible al profano en cuestiones geopolíticas. El periodista y analista neoyorkino Robert D. Kaplan lleva décadas poniendo luz sobre una realidad cada vez más oscura. Su última obra no es, en este sentido, una excepción.

En Tierra baldía (RBA, 2025) predice un siglo XXI progresivamente más tumultuoso debido a las “divisiones de las grandes potencias, la decadencia de los imperios, la reducción de la geografía a través de la tecnología, el legado del comunismo y el declive shakespeariano”. También apunta a los efectos de la concentración urbana. La gran mayoría de la población mundial vive actualmente en unas ciudades donde la opinión pública, altamente excitable, desestabiliza la política. El mundo sería hoy una República de Weimar global. Bullicioso, pero desquiciado. Interconectado, pero inestable. Y, sobre todo, amenazante, porque “sin orden no hay libertad”.

Los liderazgos siguen siendo clave para la riqueza de cualquier nación. Por ello, el deterioro de su calidad representa una mala noticia. Así, al hablar del «declive shakesperiano», Kaplan se refiere a esos «demonios interiores que llevan a los líderes políticos a cierto grado de locura». A medida que los líderes acumulan poder, se vuelven cada vez más peligrosos. Lamentablemente, los ejemplos no escasean. Vladimir Putin, en Rusia, intensifica su crueldad y toma decisiones insensatas, como la invasión de Ucrania. El chino Xi Jinping, por su parte, menosprecia los logros extraordinarios de Deng Xiaoping y recupera el leninismo puro y duro.

Los liderazgos autoritarios crean un mundo más incierto e inseguro. Ya no se guían por ideales, pues el soft power ha desaparecido, sino por un realismo político que marca un regreso al mundo de siempre. No obstante, este tipo de políticos no solo emerge en las autocracias, también, a golpe de tuits y retuits, en las democracias. Donald Trump no es precisamente Ronald Reagan, pero tampoco hay que cruzar el charco para sufrir líderes narcisistas, mentirosos y sin más principio que la acumulación de poder.

Son poderosos, con autoridad mermada y toxicidad elevada. Prefieren escuchar halagos que verdades. La información no fluye hacia arriba y las decisiones, por lo tanto, no son óptimas. La meritocracia muere en manos de la mediocridad, por lo que la implementación de las políticas acaba siendo nefasta y peligrosa. El pasado deja de ser una guía para el insolente y, así, la democracia descarrila entre los vítores de unos y la angustia de otros.

El pasado deja de ser una guía para el insolente y, así, la democracia descarrila entre los vítores de unos y la angustia de otros.

A Kaplan el mundo actual le recuerda al poema de T.S. Eliot que da título a su libro. La tierra baldía “se lee como un sueño sudoroso y pesadillesco que se olvida al instante al despertar. Y, no obstante, el horror abstracto continúa”. Y también recupera a Elías Canetti (Masa y poder) y a nuestro filósofo José Ortega y Gasset, porque, junto a los liderazgos volubles que se abrazan a la última moda intelectual o emocional, regresa el hombre-masa. Y esa Julia de George Orwell en 1984 que decía: “Grita siempre con la multitud, eso es lo que digo. Es la única manera de estar seguro”.

Las turbas digitales o físicas, las de la corrección política o las de la incorrección, seguirán aniquilando el pensamiento libre y la responsabilidad individual. Cierto comunismo no murió con la caída del muro de Berlín. Lo intuía Aleksandr Solzhenitsyn cuando definió la multitud como “un extraño ser especial, tanto humano como inhumano (…) donde cada individuo fue liberado de su responsabilidad habitual y vio multiplicada su fuerza”.

Es época de turbas, advierte Kaplan. En la derecha, aparecen las teorías conspirativas. Y en la izquierda, la obsesión por la conformidad que conlleva la cultura de la cancelación y la abolición de la libertad de pensamiento y de expresión. Y, paradójicamente, la responsabilidad individual se diluye en una época obsesionada con el yo, “puesta de manifiesto por la ansiedad, por un lado, y por la política identitaria, por el otro”.

De este modo, el liberalismo, el gran logro de nuestra civilización, está en peligro de extinción. “Occidente arrancó al individuo del grupo, le dio su autonomía y, en consecuencia, dio a luz a la libertad”, apunta nuestro autor. Sin embargo, ahora, ese liberalismo histórico que tan bien encajaba con la moderación conservadora, se desvanece. Es imposible saber qué pasará en el futuro, pero sí podemos predecir que sin la moderación liberal conservadora, todo será peor.