Los problemas del campo: ¿peor el remedio que la enfermedad?
Las protestas agrícolas colapsan las carreteras europeas: los agricultores exigen cambios en regulaciones y comercio internacional.
En los últimos días, las carreteras de media Europa se han llenado de tractores. La semana pasada más de 2.000 entraban por las principales vías de acceso a la ciudad de Barcelona. El primer ministro francés, Emmanuel Macron, en cuyo país los agricultores también protagonizan protestas multitudinarias desde hace semanas, anunciaba recientemente su intención de elevar la cuestión agrícola a la discusión de los Veintisiete.
Los problemas y reclamaciones del sector en España son múltiples y variopintas. La elevada inflación, la despoblación, la sequía, la crisis energética y la subida de precios de los carburantes y los suministros desde el inicio de la pandemia, los altos impuestos… Una de las principales quejas es la asimetría de condiciones con sus homólogos extracomunitarios, que no deben afrontar las mismas exigencias normativas. Unas exigencias que han ido en aumento a raíz del desarrollo de la Política Agrícola Común (PAC), el Pacto Verde Europeo y la Estrategia «De la Granja a la Mesa» impulsada por la Comisión Europea.
Los agricultores insisten en que los tomates de Marruecos o la carne de Chile entran en el mercado europeo con aranceles bajos o inexistentes, pero sin asumir el mismo coste administrativo y fiscal, lo que les permite imponer su producto en el mercado a un precio mucho más atractivo. En otras palabras, Bruselas llega a acuerdos comerciales con terceros países en los que la normativa no es tan exigente como la que se impone a los países europeos.
Bruselas llega a acuerdos comerciales con terceros países en los que la normativa no es tan exigente
A raíz de las presiones del sector, futuros acuerdos comerciales como el del Mercosur se han paralizado. Tampoco se ratificará el tratado suscrito con Nueva Zelanda y se han pausado las negociaciones con Chile, México, la India y Australia. La capacidad de movilización e influencia del agro europeo es considerable. El año pasado el Movimiento Campesino-ciudadano (BBB por sus siglas en neerlandés) ganó las elecciones regionales de Países Bajos y se convertió en la mayor fuerza del Senado, a pesar de que sólo el 2,5% de los holandeses se dedica al sector primario.
Es cierto que la agricultura europea padece una asfixia regulatoria. Todo está reglamentado, desde el tamaño de los establos hasta el tipo de maquinaria. De media, el sector agrario español soportó 1.300 normas y regulaciones nuevas al año entre 1995 y 2000, según una reciente investigación publicada en The Journal of Regulatory Economics (Mora-Sanguinetti et al, 2024).
La contraparte a dichos costes regulatorios es que los agricultores reciben una cantidad muy generosa de subsidios a los que tampoco están dispuestos a renunciar. En el cuatrienio que va de 2023 a 2027 la UE regará el sector con más de 7.000 millones de euros, a los que hay que sumar las ayudas y bonificaciones que reciben de los Gobiernos nacionales y regionales.
El político, comunitario o nacional, les da dinero con una mano, pero con la otra se arroga la autoridad de definir cómo tienen que ser y cómo han de funcionar sus explotaciones. Les exige dejar terrenos en barbecho, limitar el uso de pesticidas y fertilizantes (en ocasiones sin ninguna base científica), utilizar un cuaderno digital para gestionar sus explotaciones o recientemente, realizar una evaluación ambiental antes de cualquier obra de modernización del regadío.
En las campañas electorales los políticos se dejan caer por las zonas rurales y arengan a los agricultores, prometiéndoles más subsidios. Pero tampoco quieren que la comida sea especialmente cara, por lo que, generalmente, son reacios (con buen criterio) a limitar las importaciones de productos agrícolas del extranjero a un precio menor. Especialmente en tiempos de inflación desbocada con el precio de la cesta de la compra por las nubes.
Limitar el intercambio con terceros países sería especialmente perjudicial para España, que tiene una balanza comercial positiva
Restringir las importaciones no aborda la raíz del problema, que no es otro que la hiperregulación de la UE y sus estados miembros. De hecho, limitar el intercambio con terceros países sería especialmente perjudicial para España, que tiene una balanza comercial positiva. Nuestros agricultores exportan mucho más a Marruecos de lo que importan, con un resultado positivo de casi 3.000 millones. Si Marruecos prohibiera la llegada de productos españoles, la pérdida para la economía nacional sería muy superior a la del país vecino.
Por otro lado, los márgenes de los intermediarios, como Mercadona, Eroski o Carrefour, son aproximadamente del 3% (tres céntimos por cada euro de ventas) por lo que aquellos que esgrimen que recortar sus beneficios solucionaría el problema, mienten. El modelo de negocio de la distribución al por menor no se fundamenta en un alto margen por unidad vendida, sino en una elevada rotación del capital, es decir, en el enorme volumen de ventas anuales con relación al capital inmovilizado.
La presidenta de la Comisión Europea Von der Leyen, con la vista puesta a las próximas elecciones europeas, se ha comprometido a “presentar una propuesta normativa para reducir la carga administrativa de los agricultores”. Los gobernantes de nuestro país harían bien en hacer lo mismo.
La solución a los problemas del campo no pasa por el proteccionismo comercial sino por la desregulación. No pasa por imponer barreras a las importaciones de productos extranjeros, sino por facilitar el aumento de la productividad y la dimensión de las explotaciones agrícolas para incrementar los márgenes de beneficio del sector. Evitemos que el estallido del campo aliente a desarrollar las medidas equivocadas.