Europa uno, nessuno e centomila
En un principio Europa creó el deseo de Europa, pero hoy se enfrenta a un momento de descrédito y de apatía entre sus propios ciudadanos
Decía Simone Veil que bastaba viajar en coche de París a Berlín, y mirar el nombre de los pueblos que se atravesaban para entender la profunda relevancia de la Unión Europea. Nombres estudiados en los manuales escolares por haber sido escenario de sangrientas batallas a lo largo de la historia reciente.
Superviviente del Holocausto, Veil dirigió el primer Parlamento Europeo elegido por sufragio directo y se convirtió en la primera mujer en ocupar el cargo más alto de una institución de la Unión Europea a propuesta del presidente Valéry Giscard d’Estaing, que vio en su “candidatura un símbolo de la reunificación franco-alemana y la mejor manera de pasar definitivamente la página de las guerras mundiales», tal y como ella misma explicó en su autobiografía Une vie (2007).
Así, la Unión Europea, a través de una unión política y económica, emergía como un “Objeto Político No Identificado” (como la bautizó Jacques Delors), que tuvo el mérito no solo de reconciliar a países encarnizadamente enemistados, sino de erigirse en vanguardia del multilateralismo y el diálogo. Fueron los valores del humanismo los que regeneraron su cuerpo ideológico, planteados como antídoto a los peligros del nacionalismo extremo y como garante de los derechos humanos.
Momento de descrédito y apatía
Pero, si se puede decir que en un principio Europa creó el deseo de Europa, hoy se enfrenta a un momento de descrédito y de apatía entre sus propios ciudadanos, que la perciben como un coloso burocrático completamente ajeno a los problemas reales.
A pesar de haber capeado múltiples temporales en los últimos veinte años como los de la pandemia, la guerra del Dombás, la crisis de refugiados o la económica, fue la invasión de Ucrania la que vino a poner en evidencia su fragilidad, su dependencia energética y su vulnerabilidad defensiva con respecto a los peligros exteriores. Y es que, probablemente, una de las grandes carencias europeas sea la habilidad de pensarse como territorio concreto y capaz de garantizar su independencia.
No obstante, son las amenazas interiores las que están erosionando los mismos pilares de su existencia, que reposa en una serie de principios éticos. No basta ser un entorno económico o ideológico, de nada sirve tener grandes valores, si no tienes capacidad de defenderlos.
Esas amenazas se manifiestan desde varios frentes. Para empezar, los partidos euroescépticos, que, con altibajos, no dejan de crecer en su seno y golpean de lleno en su línea de flotación que es la de concebirse como cuerpo identitario. ¿Quién o qué es Europa? ¿En qué modo se puede pertenecer a un proyecto global sin por ello perder tus señas identitarias y sin volver a caer en los populismos nacionalistas que la Unión vino precisamente a combatir? ¿Es decir, cómo ser uno y varios la vez? Uno, nessuno e centomila, como la novela de Luigi Priandello.
Escribía recientemente el filósofo francés Claude Obadia que “estigmatizar o ridiculizar la demanda popular de identidad equiparándola a la xenofobia y el racismo es un grave error”. Y es ese unos de los puntos que desgarran a Europa desde distintos frentes, y que llegaron al paroxismo con el Brexit. Cerrar los ojos a los problemas que causa la negación de las identidades tiene como consecuencia la exacerbación del patriotismo que aísla, no del que aporta.
Inmigración y manifestaciones
Sin embargo, este fenómeno de ensimismamiento no es el único factor corrosivo de los valores multiculturales y de respeto a los derechos humanos que defiende la Unión: lo es también la inmigración, que sus estados miembros no han sabido controlar. En efecto, la UE no ha sido capaz de limitar la importación de discursos contrarios a lo que dice defender. Y mientras los burócratas de Bruselas buscan formas de apaciguar las aguas y de conciliar tolerancia con discursos que rozan el odio, las calles se alejan de sus representantes.
Las manifestaciones recientes en apoyo de Hamás en las ciudades europeas resultan paradigmáticas de la incapacidad de la Unión para encontrar un discurso unificado y, sobre todo, una acción conjunta.
Que la entidad que surge de las cenizas del Holocausto asista impasible a las manifestaciones de cientos de miles de personas clamando contra el estado judío, precisamente en el momento que este ha sufrido uno de los pogromos más sangrientos de la historia, a manos de un grupo terrorista con aspiraciones nazis, muestra hasta qué punto los años de educación y de días internacionales contra el antisemitismo no han servido de nada.
Es paradójico que mientras hay cola para entrar en la Unión Europea, sean los propios europeos los que la desprecien y desprecien sus valores
Que, a pesar de las prohibiciones en países como Francia, sus calles se hayan llenado de gritos pidiendo la desaparición del único y legítimo estado judío, a la vez que se multiplican exponencialmente los incidentes antisemitas, muestra hasta qué punto la autoridad moral y efectiva, ha sido erosionada por discursos de rabia populista – que, además, se vincula a un colaboracionismo cada vez menos velado con regímenes que pretenden desgastar a la UE.
Y es que han sido muchos años de manifestaciones y de buenas intenciones, pero ese debate público ha estado desconectado de una realidad acuciante en constante evolución que le ha ido comiendo la tostada, a base de discursos públicos antioccidentales y propaganda nihilista, que han sabido cautivar a generaciones nuevas indignadas y rabiosas.
Atrás quedó el eje tradicional derecha-izquierda. La batalla de los valores humanistas que defiende la Unión Europea se mueve en nuevos campos ideológicos, en los que las declaraciones populistas totalitarias llevan la delantera, ayudadas por las redes desinformativas de países como Rusia o Irán, que encontraron en las calles europeas la mejor forma de debilitarla. Y es que es paradójico que mientras hay cola para entrar en la Unión Europea, sean los propios europeos los que la desprecien y desprecien sus valores.
Habría, tal vez, que recordarles las palabras de Simone Veil, «Europa es la esperanza del progreso». Pero si en su día sonaban a esperanza, a menos que la Unión sea capaz de reforzarse sin miedos, hoy suenan a amenaza de futuro sombrío.