Estados Unidos y el dilema liberal

Esta vez el Partido Republicano ya no es un freno ante cualquier ocurrencia, es un partido totalmente trumpista. Los críticos han sido apartados o se han marchado

Con la integración de las 13 colonias surgió un lema con 13 letras que se incluiría en el gran sello de los Estados Unidos: e pluribus unum. “De muchos, uno”. La ambición por una “unión más perfecta”, sin embargo, siempre se ha visto tensada por las divisiones inherentes a cualquier sociedad moderna.

Hoy, la amenaza a la unidad nacional no reside en una cuestión territorial o secesionista, como en la Guerra Civil (1861-1865), sino en las denominadas guerras culturales que han polarizado la sociedad y han transformado, una vez más, a los dos grandes partidos.

Donald Trump, candidato a la presidencia de Estados Unidos
Donald Trump. Foto: Europa Press

En este contexto, algunos nos acercamos a la recta final de esta campaña electoral con más interés que ilusión. Desde hace tiempo ya no se vota a un candidato con orgullo, se vota contra el otro y con rabia. Esta dinámica sociopolítica no forma parte de ninguna excepción norteamericana. La hemos sufrido y la sufrimos también en Europa.

Encendamos la televisión o entremos en las redes sociales para verlo. En España, reina la discordia, mas el rey mantiene la paz. Aquí y allí las emociones y las identidades dominan un debate público de retórica notablemente degradada.

Barack Obama declaró una vez que no existían unos estados rojos y otros azules, sino solo unos Estados Unidos de América. La frase era elocuente, pero la realidad es que la idea de bien se ha desvanecido del ideario del Partido Demócrata.

La lógica centrífuga de la política de la identidad se impone como brillantemente denuncia Mark Lilla en El regreso liberal (editorial Debate, 2018). Con Hillary Clinton, los progresistas abandonaron un proyecto de bien común dirigido a toda la nación.

En su lugar, el programa electoral se fragmentó en diecisiete conjuntos de mensajes dirigidos a diecisiete colectivos diferentes. Excepto los hombres blancos heterosexuales, todos podían encontrar un proyecto acorde a su pertenencia identitaria más exaltada.

‘Wokismo’

Al promocionar la divergencia, olvidaron la importancia de lo común, reduciendo la sociedad a una simple suma de tribus incapaces de mirarse sin rencor. Esta política de la identidad, también conocida como wokismo, ha alimentado el victimismo narcisista y, por lo tanto, un resentimiento irresponsable.

La raza, el sexo, el género… todo servía como cuña para agrandar las grietas. Han dividido la sociedad americana con debates más histéricos que razonables y, a través de la corrección política, ha puesto en jaque la libertad de expresión en los campus universitarios y los medios de comunicación. Es lo que Félix Ovejero ha definido como la “izquierda reaccionaria”, un progresismo enfrentado a la Ilustración.

«Barack Obama declaró una vez que no existían unos estados rojos y otros azules, sino solo unos Estados Unidos de América»

Sin embargo, como señaló Lilla, si juegas la carta de la identidad estás invitando al adversario a hacer lo mismo. Y así ha sido. Cierta izquierda ha fragmentado la sociedad en un “pluribus” irreconciliable, y cierta derecha ha contestado tratando de imponer el “unum” de su facción al resto de la sociedad.

En este sentido, es crucial evaluar la fuerza del nacionalismo cristiano en el partido trumpista. Ayer el liberal-conservadurismo de Ronald Reagan irradiaba esperanza y cordialidad. Hoy gran parte del republicanismo ofrece apocalipsis y venganza con un discurso que poco nos recuerda a las enseñanzas de los Evangelios.

Pero no solo ha cambiado la forma, también ha mutado el fondo. Ya no queda rastro del liberalismo clásico. Y, por lo tanto, un segundo mandato de Donald Trump podría ser muy diferente al primero.

El Partido Republicano o trumpista

En 2016, los medios de comunicación, sobre todo los europeos, vaticinaban el final de la democracia americana en caso de victoria del multimillonario neoyorkino. Ganó, bajó impuestos, desregularizó, la economía mejoró y no se metió en ninguna guerra. No es un mal legado desde el punto de vista de las políticas reales. Otra cuestión es la retórica y la división social.

No obstante, esta vez el Partido Republicano ya no es un freno ante cualquier ocurrencia, es un partido totalmente trumpista. Los críticos han sido apartados o se han marchado. Antiguos líderes como Paul Ryan ya no caben aquí desde hace tiempo.

Es un partido que parece enterrar su mejor herencia, desde Abraham Lincoln a Ronald Reagan, y despreciar la mejor tradición política estadounidense nacida de sus textos fundacionales, desde la Declaración de Independencia a la propia Constitución.

He aquí la gran paradoja: cómo Trump, tan alejado de una ética cristiana, puede atraer el apoyo absoluto de ese nacionalismo cristiano. La explicación radica en que este movimiento no ve en Trump un ejemplo a seguir, sino un instrumento para que su ideología tome el poder en los diferentes ámbitos de la administración.

«El Partido Republicano ya no es un freno ante cualquier ocurrencia, es un partido totalmente trumpista»

No es un líder inspiracional, sino transaccional. Le apoyan a cambio de una agenda política que ponga en riesgo la separación entre Estado y religión. Ante este panorama, un liberal clásico tendrá mañana dificultades para decidir su voto. No solo elegirá quién ocupará la Casa Blanca los próximos cuatro años, sino la marcha con la que los Estados Unidos seguirán desuniéndose.

El mal menor formará parte de sus cálculos: ¿Quién sacrificaría menos la libertad individual y la igualdad ante la ley? ¿Quién respetaría más la separación de poderes y la neutralidad de las instituciones? ¿Con quién sobrevivirá el espíritu del E pluribus unum?

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