Es preferible amar que odiar
El catedrático Manuel Cruz ha reeditado 'Amo, luego existo. Los filósofos y el amor', un libro de resonancias cartesianas que descubre que los filósofos también se enamoran y manifiestan unos comportamientos humanos
No es fácil saber de qué hablamos cuando hablamos de filosofía. Si ustedes consultan las introducciones, o los manuales de la materia, encontrarán decenas, por no decir centenas, de definiciones al respecto. Quizá haya tantas filosofías como filósofos. El problema reside en saber quién es, o no es, un filósofo. Cuidado con los charlatanes –de la autoayuda a la espiritualidad- que dicen serlo. Y tengan en cuenta que la filosofía puede resultar provechosa. Y el filósofo invita a la reflexión y la duda, sugiere e, incluso, aconseja.
Un filósofo de guardia
Hay que confiar en los clásicos y sus herederos en el oficio del quehacer diario del filósofo y la filosofía. Si retrocedemos veinte y tantos siglos –pongamos por caso, Platón o Aristóteles-, nos encontramos con la filosofía concebida como sabiduría o entendimiento y con el filósofo amigo o amante del saber. El filósofo que razona, critica, propone; inmerso en los problemas que plantea la naturaleza, el hombre y la realidad.
Manuel Cruz –catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, presidente del Senado en la XIII legislatura y senador en la actual legislatura en el Grupo Parlamentario Socialista – es un buen ejemplo del filósofo que, sacando a colación sus propias palabras, entiende la tarea de la filosofía como “mirar”, “dar que pensar”, “hacer pensar”, “buscar las vueltas a las cosas” y “seguir preguntando una vez recibida la respuesta”. Por decirlo a su manera, es un “filósofo de guardia” que “determina la jerarquía de los acontecimientos, el orden de los valores” y “las zonas de sombra y los límites”.
Y, a veces, pone el foco en el amor. El amor que, según una epístola a los Corintios, “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. El amor que “nunca deja de ser”.
Esa avidez que nos devora
Nuestro filósofo de guardia ha reeditado –revisado y aumentado- su ensayo titulado Amo, luego existo. Los filósofos y el amor que en 2010 recibió el Premio Espasa de Ensayo. Un libro de resonancias cartesianas que descubre que los filósofos también se enamoran y manifiestan unos comportamientos humanos, muy humanos. ¿Quizá unos modelos?
Si Descartes constata la certeza del conocimiento humano, el amor constata la certeza de la existencia del sujeto que ama.
Podríamos hablar del amor platónico que recluye –dicho sea en el mejor sentido del término- las mujeres en el gineceo y trata el amor de la misma manera que la belleza o el bien, del amor pasional y carnal de Abelardo con Eloísa, del amor pequeño burgués y egoísta de un Nietzsche –ególatra como su pareja Lou Andreas-Salomé- que busca una mujer hacendosa –la dialéctica del sometimiento- que le permita escribir, de las angustias y sufrimientos amorosos de Hannah Arendt y un interesado Martin Heidegger, de las tensiones del amor abierto de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir.
Un amor que se precipita sobre el ser humano, porque como afirma nuestro autor, “nunca, nunca, el enamorado consigue encontrar el descanso, la calma, la seguridad para esa avidez que le devora”. Ese amor que es una experiencia humana de máxima plenitud indisociable de la incertidumbre. El que ama, sufre.
Amo, luego existo
Señalábamos más arriba las resonancias cartesianas del libro de Manuel Cruz. Efectivamente, el “amo, luego existo” remite al “pienso, luego existo” de Descartes que, más allá de mis percepciones, mis sentidos o mis razonamientos, delata que yo sí existo. Si Descartes constata la certeza del conocimiento humano, el amor constata la certeza de la existencia del sujeto que ama. De hecho, el amor nos constituye y diferencia. Y ahí es donde la filosofía radiografía nuestra manera de ser y existir.
El amor como signo de fraternidad e igualdad, como entrega generosa que limita el ser dueño de sí mismo, como elemento que incorpora y legaliza el deseo y la pasión carnal, como actividad que contribuye a nuestro mejoramiento, como alimento de la fantasía de poder ser otro sin dejar de ser el mismo o como hecho que pone en evidencia una naturaleza que impone que los unos y los otros –dependencia- se necesiten.
También, como prueba –no todo amor es idílico- de que la dependencia amorosa es/puede ser también fuente de odio en la medida del poder que tiene el amado para disminuir la autonomía o el bienestar del amante o como dolor –angustia y frustración- si no se posee por completo el objeto amado. Afirma nuestro autor que “aquello que el individuo ama porque constituye el elemento privilegiado para alcanzar la felicidad es precisamente aquello que lo esclaviza y, en la misma medida, lo que le resulta odioso”.
De tal manera -continúa- que “las emociones, indispensables para preservar, perseverar y mejorar al sujeto, lo convierten en dependiente de la fortuna, condenado [Spinoza toma la palabra] a ser zarandeado por causas exteriores y no gozar nunca de la verdadera tranquilidad del ánimo´”. Todo ello no impugnaría la idea spinoziana “de que lo que está en juego en el amor es la satisfacción de toda una serie de necesidades profundas del yo”. Afortunadamente, el yo “es una pluralidad de fuerzas” que van apareciendo o desapareciendo a un primer plano. Un haz de impresiones variables, en términos cartesianos.
Cómo puedes ser tan egoísta
En el capítulo dedicado a Nietzsche y Lou Andreas-Salomé, cobijado bajo la expresión “¿Cómo puedes ser tan egoísta?”, nuestro autor, que habla del reconocimiento del otro –asunto esencial-, afirma que “si quiero verme confirmado por el otro en determinadas facultades y cualidades no tengo más remedio que concedérselas a él”. Se está hablando –cierto- de las pésimas relaciones amorosas entre el filósofo alemán y la psicoanalista rusa, un desencuentro de los afectos, una lucha por la libertad individual como modo de salvación.
El autor admite que ser odiado por según quién es un mérito y un orgullo, aunque el odio no es la solución
Si, como advierte Manuel Cruz, el problema de Nietzsche reside en que para el filósofo alemán el otro –en este caso, la psicoanalista rusa- solo le “importa más en la medida de su coincidencia conmigo que en su especificidad”; si eso es así, el amor resulta imposible, no porque fuera imposible per se, sino porque el amor, para él, “acabó por ser un imposible vital y conceptual”.
Amor y odio
El autor admite que ser odiado por según quién es un mérito y un orgullo, aunque el odio no es la solución. Y “desdichado aquel de quien, en el epitafio de su tumba, solo pudiera decirse que odió mucho, que odió desesperadamente, que se consumió en la furia por destruir a sus enemigos”. Añade: “dichoso aquel que se haya hecho merecedor de ser amorosamente despedido de este mundo, de quien se pueda decir no solo que amó mucho, que agotó su vida en regalar generosamente ese sentimiento, sino que, a la hora de abandonarla, dejó tras de sí un rastro de amor. Quién lo pillara”.
No debemos banalizar el amor
Manuel Cruz, cumpliendo con la tarea del filósofo, nos ofrece un excelente trabajo que da que pensar y hace pensar dando vueltas a las cosas. No es un tema a dirimir únicamente por los filósofos, sino un asunto trascendental que nadie ha de banalizar. Ya sea en la vida privada o pública. Como nuestro filósofo ha querido demostrar. Con éxito.