El Zar Pedro
El zar Pedro el Grande, quien quería casarse con Catalina, le inventó una familia
Es el guía que acompaña al narrador, un fantasma errante, en la exquisita película de Aleksandr Sokúrov El arca rusa (2002). En un único plano secuencia de hora y media, viajamos en el tiempo a través de las salas del Museo del Hermitage de San Petersburgo, otrora salones del Palacio de Invierno. “El Europeo” -así le llama el narrador- existió. Es un personaje real. Es el Marqués de Custine (1790-1857).
Su padre había perdido la cabeza en la guillotina revolucionaria. Su madre entabló amistad con Madame de Stäel e intimó con Chateaubriand. Ahí es nada. El “hombre de todos los exilios”, como le define Pierre Nora, acabó siendo un hombre libre, un aristócrata que rompió prejuicios propios y ajenos. Encontró en los viajes la mejor manera de canalizar su pasión literaria. Escribió sobre nuestro país, pero fue en Rusia donde la autocracia le desveló aquellas virtudes de la libertad y la democracia que él pretendía criticar.
Custine goza de no pocas semejanzas con el gran Alexis de Tocqueville y su biblia liberal conservadora, La democracia en América. En La Russie en 1839, el marqués dibujó un retrato de la Rusia de Nicolás I que acabaría siendo una profecía de la Rusia de Stalin. Afortunadamente, algunos de los textos de aquella obra han sido recientemente recuperados por la editorial Acantilado bajo el título Cartas de Rusia.
El pueblo sumiso asume las mentiras de Pedro
En una de las primeras misivas, escrita antes de llegar a su destino, relata el encuentro en un navío con el príncipe Piotr Borisóvich Kozlovski. Este explica interesantísimas anécdotas que describen no sólo el carácter de los emperadores, sino también el de sus pueblos. Una de ellas se refiere a Pedro el Grande, quien queriéndose casar con Catalina, le inventa una familia. Primero convierte a un hombre en un gran señor por nacimiento, y, después, lo bautiza como hermano de la soberana.
A partir de aquí, la reflexión del príncipe: “El despotismo ruso no sólo no tiene en cuenta en absoluto las ideas ni los sentimientos, sino que altera los hechos, lucha contra la evidencia y sale victorioso; pues la evidencia no tiene abogados en nuestro país, como tampoco los tiene la justicia, cuando ambas estorban al poder”. El pueblo sumiso asume las mentiras de Pedro.
Pedro, el hipócrita, se crea un nuevo cuñado. Puede recrear el pasado. “La ley no tiene efectos retroactivos; el capricho del déspota, sí”, nos recuerda el príncipe. Pedro gobierna con arbitrariedad, porque confía en el espíritu esclavo de una sociedad que otorga poco valor a la verdad.
Las palabras de Custine en esta carta perdurarán en el tiempo y superarán aquel espacio: “La sociedad perecerá por haber confiado en palabras vacías de sentido o contradictorias; entonces los ecos engañosos de la opinión pública, los periódicos, queriendo a toda costa conservar los lectores, contribuirán a aumentar la confusión, aunque sólo sea para tener algo que contar durante un mes más; sacrificarán a la sociedad para vivir a costa de su cadáver”.
El gobierno de la mentira que altera el pasado para controlar el futuro. La cacofonía mediática formada por una clerecía acrítica. La masa adormecida, pasiva, alérgica a toda responsabilidad con el devenir de su nación. Custine escribió en el siglo XIX, pero parece describir la Rusia del siglo XX e, incluso, parece profetizar algo más cercano. No, no malpiensen. Hoy no escribo sobre Sánchez y sus cómplices. Aquel Pedro tenía, al menos, una voluntad modernizadora. El nuestro, ni eso.