La danza de los arribistas
Cuando los designios de un país empiezan a decidirse en el extranjero, es el momento de salir en defensa de la soberanía nacional antes de que sea demasiado tarde
Las democracias se disuelven entre las gracietas de los payasos ideológicos, pero también entre los aplausos de anodinos aduladores. Tras Confesiones de un burgués, Sándor Márai nos dejó otro texto autobiográfico extraordinario, ¡Tierra, tierra! (editorial Salamandra). El autor húngaro nos explicó aquí el proceso de bolchevización de su país, un proceso que brutalizó las instituciones y la cultura, un proceso hijo del imperialismo soviético y que dividiría la Europa de la postguerra al levantar aquel muro ideológico que, Winston Churchill, describió como un “telón de acero”.
El libro se inicia con una cena familiar, en marzo de 1944, y una anécdota clarificadora sobre la capacidad seductora del totalitarismo: el pariente menos espabilado reconoce airado que: “Yo no tengo talento, así que necesito el nacionalsocialismo”. Estas palabras encierran el poder de atracción y destrucción de unas ideologías colectivistas que siempre arrancan la responsabilidad de la vida de las personas. El mérito es aquí sustituido por la mezquindad.
Con el final de la Segunda Guerra Mundial y la llegada de los soviéticos, pronto vería nuestro autor que el perfil psicológico del comunista poco distaba del de los nazis. La falta de escrúpulos era idéntica. Las caras de los torturadores de la avenida Andrássy de Budapest eran las mismas. Sólo cambiaban los nombres. El odio entre la extrema izquierda y la extrema derecha no se fundamenta en razones ideológicas, denunció Friedrich Hayek, sino en la competencia por las mismas psicologías.
El comunismo, como posteriormente describiría el checoslovaco Václav Havel, era la falta de la verdad. En el vil engaño los mediocres aspiraban a un ascenso social que no merecían. Así, sin prisa, pero sin pausa, el comunismo logró aniquilar cualquier exigencia moral en la sociedad. Es algo que aún hoy podemos observar en países como Cuba o Venezuela. Es algo que, lamentablemente, empieza a sonarnos familiar.
El comunismo no solo es el triunfo de la falsedad, es también la destrucción de la conciencia
La intelectualidad progresista fingía no ver. Cambiaba de tema cuando se le requería una respuesta ante el creciente salvajismo institucional. No querían ser molestados con el bien común, ya que aspiraban a la promoción personal en medio de la decadencia democrática. Y es que “eran los tiempos de la velada danza de los arribistas, del baile de máscaras popular, del aquelarre denominado por ellos socialismo”.
¿Quiénes permitieron aquella “nacionalización del ser humano”, aquella “estatalización del espíritu”? ¿Quiénes otorgaron la victoria a la mentira y a la propaganda partidista? ¿Quiénes eran aquellos “enemigos de la libertad” que mantuvieron a “las masas humanas en un estado anímico infantil”? Màrai se pregunta quiénes son esos proselitistas, y él mismo responde de manera brillante.
En primer lugar, “el Progresista Creyente que tenía fe en la Idea”. Inmunes a la realidad, su relato mataba cualquier dato. Eran “pobres de espíritu”, pero también eran una minoría, porque bastante mayor era el grupo de “los compañeros de viaje cínicos y agresivos”. Éstos intuían que todo podía acabar mal para sus conciudadanos, pero sólo aspiraban a que a ellos les fuera bien. Su vocación de servicio y su espíritu de entrega acababan en el perímetro familiar.
Y, finalmente, encontraríamos al “intelectual neurótico que teme más que nada el peligro de quedarse a solas con su neurosis en medio de la tormenta de un gran cambio”. Son aquellos miedosos que se refugian en el Partido, que huyen de la responsabilidad individual y se suman a la ideología del poder, sea cual sea. Son cobardes atrapados por aquella espiral del silencio que nos susurra con indecencia que siempre es mejor proclamar una mentira que reconocer una verdad incómoda.
La apatía de una sociedad cansada fue el principal aliado de todos estos arribistas inmorales. Así, en una sociedad que no era comunista, pudieron imponer los deseos de la URSS y acabar con cualquier esperanza de libertad y democracia en Hungría. Pero no solamente la verdad fue violentamente perseguida, también lo fue el silencio. El comunismo no solo es el triunfo de la falsedad, es también la destrucción de la conciencia. El silencio mínimamente digno no está permitido en estos sistemas. El aplauso al poderoso es obligatorio. Los comunistas “exigían que la víctima se mantuviera con vida y que festejara y celebrara el régimen que estaba aniquilando su conciencia y su amor propio”.
Márai decidió abandonar Budapest y enfilar el camino del exilio cuando comprendió que no sólo no le iban a dejar escribir libremente, sino que tampoco le dejarían callar libremente. No aceptó formar parte del “coro de los eunucos de la literatura castrada”. Y es que cuando te exigen aplaudir el sectarismo y la mediocridad, es el momento de salir en defensa de la libertad. Cuando los designios de un país empiezan a decidirse en el extranjero, es el momento de salir en defensa de la soberanía nacional antes de que sea demasiado tarde.