Un 8 de octubre
Societat Civil Catalana convocó a la autodefensa para defender las libertades personales y la democracia española
Tras un lustro de matraca mediática y subvencionada, llegó el momento. No podían esperar más. Eran demasiados años prometiendo la utopía secesionista, y la credibilidad podía resentirse si no se producía ya alguna concreción. Los devotos procesistas estaban convencidos de que el otoño de 2017 iba a ser el de la primavera catalana. Europa nos esperaba con los brazos abiertos, tuiteaban compulsivamente. Las estructuras de Estado estaban listas, se mentían unos a otros. Los reconocimientos internacionales llegarían, y los bancos y las empresas no se irían. Tantas mentiras juntas no dejaban ver la gran estafa del procés.
El verano había sido especialmente caliente, y no precisamente por el cambio climático. El atentado islamista en la Rambla de Barcelona unió a la sociedad catalana en el dolor, pero a la élite separatista no le interesaban las muestras de solidaridad, y actuó con tanta rapidez como indecencia. No respetaron la memoria de los muertos, ni la paz de los vivos. El conseller de Interior distinguía entre víctimas españolas y víctimas catalanas. La Assemblea Nacional Catalana pedía que nadie usara la bandera española. Sólo les valía la estelada. Nada de pluralismo.
TV3
TV3 se abonó a la conspiranoia y las fakes news. El nacionalismo no quería que surgiera ningún sentimiento positivo. Todo debía ser odio y rencor. Y manipularon la manifestación en contra de los atentados de un modo que demostraría que no sólo eran alérgicos a la verdad, sino también a cualquier traza de moralidad. El día después el diario italiano La Repubblica titularía: “Il nazionalismo senza solidarietà”. Tras años de estrábica mirada romántica, algunos corresponsales empezaban a entender la fea naturaleza del nacionalismo.
El miedo se apoderó de media Cataluña, de la Cataluña adulta, de la Cataluña que, sabiendo que la independencia no era posible, sí reconocía los efectos destructivos del separatismo
Estaban dispuestos a todo. La posibilidad de un conflicto civil no les suponía un límite. De hecho, la élite nacionalista deseaba que los seguidores más fanáticos les hicieran el trabajo sucio. Ansiaban una hecatombe del civismo que provocara la anhelada intervención europea. Pero el mundo, si los miraba, lo hacía cada vez con más desconfianza. A la xenofobia fiscal del “Espanya ens roba”, iban a sumarle el golpe a la democracia, el intento de construir una república bananera en el corazón de Europa. De este modo, fuera de nuestras fronteras sólo seducían a extremistas y euroescépticos.
En los plenos del Parlament de aquel mes de septiembre la deriva autoritaria puso la quinta marcha. Pisotearon los derechos de la oposición democrática y dinamitaron los pilares de la democracia liberal. El miedo se apoderó de media Cataluña, de la Cataluña adulta, de la Cataluña que, sabiendo que la independencia no era posible, sí reconocía los efectos destructivos del separatismo. Las empresas y los bancos empezaron a largarse. Algunos descubrimos qué era una cuenta espejo. Y no pocos burgueses que habían participado de la comedia del procés empezaron a pedir sottovoce una intervención contundente del Estado.
Al referéndum ilegal, le siguió la actuación de los CDRs. La sedición seguía su curso. En ninguno momento se pararon a pensar en los otros catalanes, los sufrientes. La épica les anuló la empatía. Ningún separatista se preguntó cómo estaría viviendo todo aquello, su amigo, su compañero o, incluso, su hijo constitucionalista. Para ellos no existíamos. Pero no estábamos solos. Nos los dijo el Rey. No estábamos solos. Y no íbamos a callar.
Defensa de la democracia
El Estado reaccionó. Los constitucionalistas se unieron. Incluso el PSC despertó de su somnolienta equidistancia. Sí, los socialistas también tenían miedo. Los nacionalistas no estaban para sutilezas. Iban a reventarlo todo. Pero no, no íbamos a callar. Ya no podíamos más. Fue entonces cuando llegó el 8 de octubre. Societat Civil Catalana nos convocó a la autodefensa. Nos llamó a salir a las calles, porque las calles no eran suyas, sino de todos. Nos llamó a defender las libertades personales y la democracia española. Y sí, salimos a la calle.
Muchos salieron de sus casas con la bandera española bajo el brazo, medio escondida, y vieron que su vecino, con el que nunca habían hablado de todo esto, también aparecía en el rellano de la misma guisa. ¿Tú también? Sí, yo también. No estábamos solos. Así prendió la llama de la esperanza constitucionalista. Algunos recorrimos media Barcelona a pie hasta llegar a la plaza Urquinaona. Y allí ya no pudimos avanzar más. El centro de la ciudad estaba abarrotado de ciudadanía y dignidad. Éramos ciudadanos que habíamos decidido seguir siendo libres.
Cada uno iba con su camiseta y su pancarta. No había coreografías norcoreanas como en las diadas separatistas. Todo era caótico, hermosamente caótico, porque era una expresión de la libertad individual defendiendo la convivencia. Diputados nacionalistas nos llamaron carroña. La élite separatista, la bien pagá, entró en convulsión. No lo esperaba. Les desmontamos el relato de la Cataluña homogénea y sumisa. Nos insultaron y, hoy, nos siguen insultando. Ellos, culpables de haber sumido Cataluña en la amarga decadencia, nos llaman “anticatalanes”. ¡Qué paradoja!
Aquel 8 de octubre no nos quedamos en casa, no nos callamos. Nos hicimos responsables de nuestra libertad y nuestra democracia. Pero este 8 de octubre, este domingo, lo debemos volver a hacer. No podemos perder ahora lo que entonces defendimos y ganamos, porque hoy hay aún más motivos para salir a la calle de Barcelona. Porque esta vez sí estamos algo más solos. No hay gobierno de España que nos ampare.
Así, este domingo debemos atender la nueva llamada de Societat Civil Catalana, la llamada de la democracia. Si no queremos sufrir un segundo procés, deberemos defender físicamente nuestros derechos. Deberemos defender palmo a palmo, metro a metro, nuestra libertad.