20 años del 11-M, dos décadas de decadencia en política exterior
El embajador Javier Ruperez analiza las consecuencias del 11-M, señalando la divergencia en las reacciones ante el terrorismo y la pérdida de relevancia internacional de España
Javier Rupérez, embajador de España en Washington en 2004, ha explicado a la perfección la diferencia entre el 11-S (atentado contra el World Trade Center de Nueva York) y el 11-M en Atocha (Madrid). El embajador recuerda que tras el 11-S la sociedad americana se unió en el dolor y persiguió a los culpables: el terrorismo islamista refugiado en lejanos países. En su contrario, tras el 11-M la sociedad española compro el relato manipulado de que el responsable del atentado había sido el gobierno de José María Aznar.
Los americanos saben que ser líderes del mundo libre tiene un precio, lo pagan cada día con los soldados que regresan a los EE. UU. en un féretro con una bandera doblada encima para la viuda y sus hijos. España, que se enroló en la guerra de Irak junto a Portugal, Reino Unido, EE. UU. y otros países latinos al primer zarpazo islamista se asustó de sí misma y paso en un instante de estar en primera línea del frente, de formar parte de la cabeza de los países defensores de la civilización occidental a autoinculparse, absolver a los verdaderos terroristas y señalo a su gobierno.
España pasó de estar en primera línea del frente a autoinculparse
Ceder frente al oscurantismo medieval islamista, el 11-M no fue un acto aislado, trajo luego la salida por patas de Afganistán mientras los soldados de otros países taraceaban al paso de nuestros camiones. Con ese curriculum no es de extrañar que hoy Hamás celebre la posición española en Gaza que ha llevado a nuestro gobierno a insultar a la memoria de las dos víctimas españolas asesinadas por Hamás ni tampoco debe sorprendernos que España no esté participando en la misión internacional contra los Hutíes. Tenemos un gobierno que prefiere, sin ruborizarse, que sean los australianos, los británicos y los yankees los que pongan soldados, satélites, barcos y víctimas para que las mercancías lleguen sanas y salvas a los puertos de Algeciras, Valencia y Barcelona. Como sociedad, los españoles deberíamos sentir vergüenza de nosotros mismos y de nuestro posicionamiento a nivel internacional.
El 11-M es un drama irremontable para los familiares de las víctimas y un antes y después de la historia de España, una sociedad autoinculpándose y derribando a un gobierno atlantista y pro occidental que paso en poco más de un año de sentarse con los moradores de Downing Street y la Casa Blanca a compartir foto con los aprendices de sátrapa de pacotilla de la Alianza de las Civilizaciones.
La reacción de España el 11-M tuvo mucho de injuria a las víctimas
El islote de Perejil no era importante en sí mismo, la toma de Perejil era un símbolo de que España no estaba dispuesta a perder su papel relevante en el estrecho frente a Marruecos, pero eso fue en 2002, dos años antes del 11-M. Más de dos décadas después España es hoy un país arrodillado frente a Marruecos, que parece dispuesto a entregar Ceuta y Melilla, ciudades que casi parece que molestan a Sánchez y su gobierno. En África nos desprecia Argelia, que se atreve a dejar tirado a nuestro ministro de exteriores en la escalerilla del avión, y Guinea, sentada sobre un mar de petróleo, nos ha substituido por EE. UU. y Francia.
La reacción de España el 11-M tuvo mucho de injuria a las víctimas y fue el impulso hacia nuestra irrelevancia internacional. Hoy nos adulan en Caracas y en Ramálah y nos ningunean en los lugares decisivos del globo. En Bruselas somos percibidos como algo exótico que se desgasta en batallas inútiles como intentar algo imposible como que el vasco, el catalán y el gallego sean lenguas oficiales de la Unión. Hay algo peor que ser irrelevante que es carecer de valores y principios como nación.