Testosterona comercial
Cuando Trump grava las importaciones europeas, encarece la vida de sus propios ciudadanos. Y si Europa responde con la misma medicina, hará exactamente lo mismo: perjudicará a los suyos

El presidente de EEUU, Donald Trump / Al Drago – Pool via CNP / Zuma Press / ContactoPho
Donald Trump lo ha vuelto a hacer. Con el anuncio de nuevos aranceles, ha agitado el tablero del comercio internacional, tensionando relaciones y provocando una oleada de respuestas políticas —y emocionales— en Europa: “hay que plantarse, no hay que dejarse pisar, hay que responder con firmeza”. Pero esa reacción instintiva —comprensible desde lo político— es precisamente lo primero que deberíamos cuestionar desde lo económico. Porque no hay mejor forma de agravar un error económico que replicarlo. Y sin embargo, eso es lo que muchos proponen: responder a los aranceles de Trump con más aranceles desde Bruselas. Una carrera de represalias que no beneficia a nadie… salvo a quienes viven del discurso emocional y del nacionalismo comercial.
No es una cuestión ideológica. Los aranceles son una herramienta obsoleta e ineficaz que encarece productos, reduce el bienestar de los consumidores, distorsiona la asignación de recursos y frena la competitividad de las economías. Y lo hacen siempre, aunque a menudo se olvide: penalizan al país que los impone. Cuando Trump grava las importaciones europeas, encarece la vida de sus propios ciudadanos. Y si Europa responde con la misma medicina, hará exactamente lo mismo: perjudicará a los suyos. Y ello, por no hablar de las empresas. Ni las estadounidenses han pedido estos aranceles, ni trasladar este castigo a las europeas que dependen de bienes intermedios importados tiene sentido. Es dispararse en el pie: encarecer insumos, tensionar cadenas de valor, y reducir márgenes.
Repetimos con más prisa que pausa que “algo habrá que hacer”. Pero en economía, actuar mal es peor que no actuar. Especialmente si lo que está sobre la mesa es una represalia que empeora el bienestar de tus propios ciudadanos. Y aquí es donde entra el principio olvidado: la ventaja comparativa. Si otros países producen ciertos bienes mejor o más barato, lo racional es seguir comprándolos y concentrar los esfuerzos internos en aquello donde somos más competitivos. Es así como las economías crecen y mejoran su bienestar a largo plazo. No produciendo ineficientemente por orgullo comercial.
La decisión de Trump, por errónea que sea, puede ser una oportunidad para Europa. Para revisar su política comercial, simplificar su regulación, abrir más sus mercados. Porque, aunque a menudo se proclama lo contrario, la UE tampoco ha sido el ejemplo de libre comercio que dice ser. Las barreras no arancelarias, las normativas técnicas y los costes regulatorios suponen, en muchos casos, frenos tan importantes como los aranceles tradicionales.
Responder al proteccionismo con más apertura sería una estrategia valiente e inteligente. Beneficiaría a los consumidores europeos, reduciría costes para las empresas, aumentaría la competitividad global del continente y desactivaría el relato victimista de Trump. No hay argumento más poderoso que el éxito económico de un modelo más abierto y eficiente. Tan lógico como improbable. La política comercial europea sigue atrapada en algún punto del espejo: si tú me cierras, yo me cierro. Pero eso no nos lleva a ningún sitio. Si de verdad queremos proteger a los europeos —no solo como productores, sino como consumidores y ciudadanos—, la respuesta no puede ser simétrica: debe ser liberalizadora.
Trump se equivoca. Pero la peor respuesta sería imitárselo. La mejor venganza es no ser como tu enemigo. Y, aunque Marco Aurelio no hablaba de aranceles, tenía razón.