Trump en ‘Bruselandia’

Mientras que EE UU pisa el acelerador de la desregulación y la revisión del gasto público, Europa sigue oteando el horizonte, esperando quizá una estrella que le señale el camino correcto

Donald y Melania Trump en una base militar

Donald y Melania Trump. Europa Press – Archivo

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Esta semana hemos sido testigos de cómo Estados Unidos y la Unión Europea han ajustado sus estrategias para competir en el ámbito global. Lo han hecho de maneras tan distintas que bien podrían coexistir a universos paralelos. Mientras que EE UU pisa el acelerador de la desregulación y la revisión del gasto público, Europa sigue oteando el horizonte, esperando quizá una estrella que le señale el camino correcto. Lo desconcertante no es que se tomen rumbos distintos, sino que en Europa ni siquiera sabemos en qué punto del camino estamos. Y, lo que es peor, puede que ni siquiera importe.

Lo vemos, por ejemplo, en la tan conocida como mentada burocracia. Trump ha puesto en marcha un plan de reducción agresiva del gasto público, una simplificación normativa radical y una política de competencia sin distorsiones artificiales. Con una administración más que dispuesta a cuestionar cada dólar que gasta el Estado, la dirección de los próximos años parece bastante clara. Su continuidad dependerá de sus resultados, pero al menos existe un rumbo. Mientras, a este lado del Atlántico nos hemos limitado a presentar un documento, la Brújula para la competitividad, plagado de prosa tecnocrática y con una clamorosa ausencia de datos incómodos. Transiciones energéticas «justas» sin efectos negativos en el empleo, recortes en la burocracia sin pérdida de control público, liderazgo tecnológico sin inversión privada competitiva. Es decir, un mundo sin trade-offs, donde ninguna reforma duele y cualquier problema complejo se soluciona con un plan que nadie lee, pero llena discursos.

No es casualidad que, mientras tanto, el ahorro y el emprendimiento europeos sigan huyendo hacia EE. UU. Tampoco lo es que los informes de Draghi y Letta, con toda su brillantez analítica, parezcan más preocupados por justificar una mayor centralización de decisiones en Bruselas que por preguntarse si la solución real pasa por reducir las rigideces que han generado el problema. Pero claro, admitirlo implicaría aceptar que la solución discurre precisamente por la dirección opuesta: flexibilidad y competitividad. No necesitamos más Bruselas, sino menos. Y eso es inaceptable para quienes viven de regular.

Y de ahí pasamos al nuevo tema estrella, los aranceles de Trump, presentados como el retorno de una política proteccionista agresiva. ¿Estrategia de negociación, política económica, o ambas cosas? Eso es otro debate. Pero lo que casi nadie dice es que la UE lleva años aplicando barreras aún mayores contra EEUU. No solo con aranceles directos, sino también con un laberinto regulatorio diseñado para dificultar la entrada de productos extranjeros. Trump tuitea sus aranceles, pero Bruselas los esconde en 500 páginas de normativa. Y la guerra comercial no la ha empezado Washington. Evidentemente, una guerra que no tiene ganadores, pero en la que en la escala de perdedores hemos comprado todas las papeletas.

Y esto nos lleva a otra reflexión, una batalla más interesante: la de la industrialización. EE UU sigue siendo un destino atractivo para las inversiones, mientras que en Europa la única manera de atraer industria es pagándola con dinero público. Y ni siquiera eso funciona. Ahí está ArcelorMittal, que acaba de rechazar los 450 millones de euros que le ofrecía el Gobierno español. Pero prefiere invertir en EE UU. No es solo una decisión empresarial, es toda una declaración de intenciones. Si ni siquiera 450 millones de euros compran confianza empresarial, es que el problema no es el dinero. Es el ecosistema.

Pero el modelo europeo sigue siendo el mismo: si queremos tener industria, hay que regarla con dinero público. ¿Podemos hablar de competitividad real si el único motor es la subvención? ¿Hay alguna gran industria en Europa que no haya necesitado de este salvavidas? Pues ahí vamos con la inteligencia artificial, cuestión emergente que amenaza el liderazgo omnipresente de la sostenibilidad en las portadas a cinco columnas. Mientras el mundo entero se ha vuelto loco con la ofensiva de Elon Musk sobre OpenAI, la Comisión Europea ha decidido responder con… 200.000 millones de euros en ayudas. A un lado del “charco”, gigantes como Google, Microsoft y Apple (que a saber lo que está gestando en la sombra) lideran la revolución tecnológica con una capacidad brutal de inversión privada. Aquí, nuestra burocracia reparte dinero. Y, con toda probabilidad, no con incentivos fiscales ni con políticas que favorezcan la inversión privada, sino con una nueva tanda de fondos que decidirá arbitrariamente qué empresa y qué sector deben triunfar en la IA. Como hizo con la energía eólica, la digitalización o la industria automovilística, antes de decidir acabar con ella. Como hace con todo, atrapada en los años 70, en el mundo de los planes quinquenales y las empresas estratégicas financiadas con dinero público. Un modelo que no ha funcionado en 50 años, pero que seguimos repitiendo, esperando un milagro.

Mientras tanto, el resto del mundo avanza. EE UU se mueve, con más ruido del que nos gustaría, pero con dirección. Europa sigue esperando, con sus élites más aisladas que nunca embelesadas en su propio consenso ideológico sobre clima, identidad e inmigración, y sin darse cuenta de que las mayorías empiezan a desconectarse de su discurso. Quizá crean que el malestar social es una moda pasajera. Pero la realidad tiende a imponerse, y las inminentes elecciones alemanas pueden ser el despertador que Europa lleva demasiado tiempo posponiendo. Veremos si, cuando suene, alguien despierta. O si, como siempre, le damos otro golpe al despertador.

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