Historia de una conversión liberal
Resulta que ahora el libre comercio no era tan mala idea. Que el proteccionismo sí tiene costes. Que devaluar monedas para ganar competitividad puede terminar en fuga de capitales, tensiones sistémicas y shock financiero global…

Friedrich Hayek y Milton Friedman. Wikipedia
Vivimos tiempos extraños. Aranceles en plena era digital. Una guerra comercial entre las dos mayores potencias del planeta. El dólar como arma geopolítica. Y determinados sectores progresistas, otrora entusiastas del intervencionismo, citando a Hayek y Friedman como si fueran los nuevos oráculos del orden mundial.
Resulta que ahora el libre comercio no era tan mala idea. Que el proteccionismo sí tiene costes. Que devaluar monedas para ganar competitividad puede terminar en fuga de capitales, tensiones sistémicas y shock financiero global. Y como el relato habitual se desmorona, empiezan a aparecer, tímidamente, voces que rescatan conceptos como “orden espontáneo” o “libertad económica”. Hayek, claro. El mismo que durante años fue caricaturizado como un cómplice de los mercados salvajes, y que ahora se convierte en una especie de faro filosófico para economistas desconcertados.
Es irónico, sí. Pero también revelador. Porque lo que estamos viviendo —esta combinación de guerra arancelaria, tensiones cambiarias, amenazas cruzadas y política económica errática— es el ejemplo perfecto del tipo de caos que Hayek advertía. Cuando los gobiernos creen que pueden rediseñar las relaciones comerciales globales desde un escritorio, ignorando los millones de decisiones individuales que componen el sistema, lo que obtienen no es eficiencia, sino desorden.
Y, sin embargo, muchos de esos gobiernos lo intentan. Suben aranceles “para proteger la industria nacional”, manipulan el tipo de cambio “para mejorar la balanza por cuenta corriente”, imponen reglas asimétricas “por justicia social”. Todo suena bien hasta que llega la realidad: caída del comercio, inflación, tensiones diplomáticas, fuga de inversión. Entonces, en un giro inesperado, hay quien se acuerda de que Hayek ya lo advirtió. Que el mercado no es perfecto, pero sí mucho más inteligente que cualquier planificador con complejo de demiurgo. Hoy se convierte, casi sin quererlo, en el salvavidas intelectual de una izquierda confundida, que ha empezado a sospechar que algo no encaja en ese modelo de política omnipresente, hiperregulada y moralmente superior que construyeron desde sus despachos.
Y girando un poco más la tuerca, Friedman. El economista que más claramente explicó lo que ocurre cuando el Estado se convence de que puede corregir todos los problemas sin asumir ninguno de sus errores. El que advirtió que muchas crisis no se producen a pesar de las intervenciones públicas, sino por culpa de ellas. Que la inflación, el desempleo o incluso las recesiones pueden ser —y han sido— consecuencias directas de decisiones políticas mal calibradas, impulsivas o electoralistas. Friedman estaría hoy mirando con escepticismo cómo los gobiernos disparan aranceles, juegan con los tipos de cambio y se endeudan sin freno. Y recordaría que la historia económica está llena de episodios en los que una crisis comercial mal gestionada terminó derivando en una crisis financiera global. Que cuando las monedas se convierten en armas y los mercados en trincheras, los que pierden no son los gobiernos, sino los ciudadanos que pagan la factura en forma de inflación, impuestos o pérdida de empleo.
Lo fascinante es que muchos de estos recién conversos no renuncian a su discurso progresista, pero empiezan a coquetear con ideas de las que antes renegaban. Usan a Hayek para criticar el caos arancelario, a Friedman para entender la presión sobre los bonos del Tesoro, y se preguntan, con toda la seriedad del mundo, si no estaremos al borde de una guerra de divisas que nos arrastre a todos.
No es mala señal. Que los dogmas se cuestionen es saludable. Que se empiece a leer a los autores que defendieron el libre mercado por convicción y no por desesperación, también. Lo importante es que, al menos, empiecen a leer. Y si es Hayek, o Friedman, quien les ayuda a entender por qué todo esto se les está yendo de las manos, mejor aún.