Burocracia

Hemos creado un país donde abrir una empresa, gestionar un negocio o simplemente cumplir con las obligaciones legales se ha vuelto un deporte de alto riesgo

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Decimos mucho que España es un infierno fiscal, pero mucho menos que también es un infierno regulatorio. La carga burocrática y la maraña legislativa han convertido a nuestro país en uno de los peores lugares del mundo desarrollado para hacer negocios. De hecho, un informe reciente apunta a que siete de cada diez empresarios consideran que la excesiva carga regulatoria es un freno decisivo para la inversión.

No se trata solo de una percepción: España ocupa el puesto 97 en el ranking del Banco Mundial sobre facilidad para hacer negocios, un dato demoledor para cualquier país que aspire a competir en la economía global. Los niveles de inversión en 2024 cerraron por debajo de los alcanzados en 2019, a pesar del rebote post-pandemia. Parece obvio que la incertidumbre normativa y la hiperregulación están espantando a los inversores y paralizando el crecimiento empresarial. Y no se trata solo de una cuestión cuantitativa, sino cualitativa. La multiplicación de normas y trámites genera inseguridad jurídica, impidiendo que los empresarios puedan tomar decisiones con claridad. Cada nueva norma añade más costes, burocracia e incertidumbre, y resta libertad económica.

Lo cierto es que este resultado poco sorprende, en un país que ha entrado en una espiral normativa sin control. La creación de regulaciones en España no parece tener techo. Solo por poner un ejemplo, en las últimas dos décadas se han aprobado cerca de 9.500 normativas medioambientales y más de 22.000 regulaciones de igualdad de género, sin que conozcamos por cierto su impacto real.

Por poner otro ejemplo, nuestro manual del IRPF roza las 2.000 páginas, el del IVA 360 y el del Impuesto de Sociedades 796. Hay más de 200 modelos tributarios distintos que las empresas deben presentar, y cada nueva norma añade requisitos que consumen recursos, tiempo y dinero. Además, la duplicidad de normativas entre administraciones y la ruptura del mercado interior hacen que operar en España sea una tarea titánica, con consecuencias demoledoras para la inversión y el empleo.

La pregunta no es si la hiperregulación nos está destruyendo, sino cuánto más estamos dispuestos a soportar antes de cambiar el rumbo

El panorama es aún más desolador si miramos al futuro. La nueva Ley de Información Empresarial sobre Sostenibilidad es un ejemplo paradigmático: ha elevado de 80 a 1.125 los requerimientos de datos que deben suministrar las empresas, lo que supone un coste medio anual de 400.000 euros para cada compañía de tamaño mediano.

Con todo ello, hemos creado un país donde abrir una empresa, gestionar un negocio o simplemente cumplir con las obligaciones legales se ha vuelto un deporte de alto riesgo. Mientras nosotros multiplicamos normativas innecesarias, países como Dinamarca, Irlanda o Estonia simplifican su marco regulatorio, atrayendo inversión y aumentando su competitividad.

Aquí, seguimos acumulando barreras sin resultados tangibles. Sin darnos cuenta de que el intervencionismo gubernamental no impulsa el crecimiento, lo destruye. Nos aleja del dinamismo económico y hunde en el marasmo de la mediocridad, condenándonos a un declive económico estructural. Y después, nos quejamos de tener la tasa de paro más alta de la Unión Europea. Maquillados o no.

El daño más grande de la hiperregulación no se refleja en estadísticas: empresas que nunca llegan a fundarse, empleos que nunca se crean, innovación que nunca se desarrolla. Es un coste invisible pero real, que condena a España al estancamiento y empobrece a las generaciones futuras. Es simple: o reducimos la carga regulatoria y devolvemos la libertad económica a las empresas, o seguiremos viendo cómo la inversión se fuga a otros países y el desempleo se enquista. La elección es nuestra. Pero el tiempo se acaba.

Cada día que pasa sin que se revierta este desastre, España se vuelve menos atractiva para emprendedores e inversores. Todo país necesita un marco normativo, pero cuando este se vuelve ineficiente, contradictorio y costoso, genera un efecto disuasorio para empresarios e inversores. La pregunta no es si la hiperregulación nos está destruyendo, sino cuánto más estamos dispuestos a soportar antes de cambiar el rumbo. Antes de seguir condenando a España a la irrelevancia económica. Y esa factura, al final, la pagaremos todos.

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