Tierra, país y patria: relato escéptico de dos manifestaciones

Los manifestación coreó unos instantes el ‘Mediterráneo’ de Serrat. Fue una breva conexión con la marcha blanca, pero dio paso al “Que Viva España" de Escobar

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No estoy seguro de que a Joan Manel Serrat le haya hecho gracia que su Mediterráneo sonara en la megafonía de la marcha catalano-española del domingo frente a la Estación de Francia de Barcelona. Sin embargo, cuando los manifestantes la corearon, fue el único momento de conexión con la concentración blanca del día anterior en la Plaça de Sant Jaume. Pero solo duró unos instantes: en seguida dio paso al estribillo del “Que Viva España”, más propio del fervor ambiental.

En algún momento de la semana pasada decidí que, a pesar de mis reservas, acudiría a la manifestación del domingo. No porque pertenezca a la entidad convocante ni simpatice con los partidos que la apoyaban. Más bien, a pesar de ello. Pensé que era lo debido por coherencia y por la urgente necesidad del momento.

Coherencia, porque si hace 40 años rechacé aquello de “la calle es mía” de Manuel Fraga cuando fue ministro de la porra, mucho menos voy aceptar ahora que otros digan que “las calles serán siempre suyas”. ¿En virtud de que lógica? Y más importante: ¿con qué derecho? Mientras vivamos en una democracia –aunque sea imperfecta y mejorable como la presente— la calle es de quien paga sus impuestos. Y yo estoy al día.

La segunda razón, es que existe una Cataluña no independentista que está obligada a salir de donde quiera que haya estado y alce la voz para decir així no”. Silenciosa o silenciada, da lo mismo. Durante demasiado tiempo ha estado callada. No solo es la que se envolvió el domingo en banderas rojigualdas y en señeras para gritar en un solo semantema vivaespañaviscataluña”.

La manifestación del domingo terminó en convertirme en apátrida

También es el catalanismo no soberanista, que se ha quedado sin quien le represente. Y la llamada gente de orden’, que prefiere no meterse en líos pero que, por callar, otorga. Esta semana se echado las manos a la cabeza porque los bancos y las empresas –que, medrosos,  también se han callado durante años— hacen cola para trasladarse fuera de Cataluña. Y una izquierda tan deferente con ‘lo nacional’ que se ha vestido de soberanismo para recibir el certificado de buenos catalanes.

Y, sin embargo, la manifestación del domingo –que, por nutrida, tiene un valor contundente—terminó de convertirme en apátrida. Sencillamente, no tengo manos para tantas banderas. Ni sitio en mi corazón, o donde sea que se guarden las emociones, para más sentimiento colectivos.

Entiendo la exigencia de los que reclamaron la calle; de los que, arropados por la muchedumbre, salieron de esa suerte de semiclandestinidad auto-impuesta que se siente cuando las opiniones son distintas a las de la mayoría en el pueblo o el barrio. O, simplemente, lo parecen porque los otros son más vociferantes. Los vascos aprendimos el precio de “no significarse” –ese terrible verbo— durante demasiado tiempo y ahora lo tenemos que afrontar con vergüenza.

Supongo que fue la experiencia que dan los años y el consiguiente escepticismo ante casi todo lo que se camufla detrás de una bandera, de una cruz, de una media luna o de la frase “creación de valor para el accionista”. El caso es que, mientras esperaba que la manifestación del domingo llegara a su punto final, tuve una pequeña epifanía: para rechazar un nacionalismo no podía adoptar la liturgia de otro. Me fui a la tribuna de Prensa.

«Rajoy y Puigdemoint, os invito a unas cervezas en el Sur para que recuperéis el Norte», leía un cartel

Solo pude pasar de malogrado participante a observador con buena conciencia por haber participado, el día anterior, en la concentración blanca de la Plaça de Sant Jaume. Allí, las consignas no estaban teñidas de irritación o revancha del domingo: “¡Puigdemont, a prisión!”; eso lo tendrá que decidir un tribunal, no una muchedumbre. En todo caso, el sábado había impaciencia: “¡Siéntense a hablar de una vez!”

Y en lugar de insultos (no oí ni uno solo), civismo, ingenio y humor. “Rajoy y Puigdemoint:” –invitaba el cartel manuscrito de una joven granadina— “Os invito a unas cervezas en el Sur para que recuperéis el Norte”. Si la palabra es más potente que la espada, la ironía es el estilete de la inteligencia.

El domingo, recordé las historias que contaba mi madre de su infancia como refugiada vasca en Cataluña tras huir de tropas franquistas en Euskadi. De haber salido de la mano de su padre hacia Francia por el Puente Behobia mientras el crucero ‘Canarias’ bombardeaba Irún. Y de cómo, a su llegada a Barcelona, a su padre le encarceló la ‘ckeka’ de Partido Comunista por ser socialista. Mi abuelo nunca hablaba de ello pero a mi madre le marcó hasta el punto de marchar de España en cuando pudo años más tarde. “No te signifiques, hijo”. ¿Cuántas veces se lo oí?

El nacional-populismo del movimiento independentista –de la ANC, de Òmnium, de la CUP, de un Parlament abducido y de un Govern a la fuga—ha despertado el nacionalismo de signo contrario. La mayoría de quienes el domingo acudieron a la manifestación de Barcelona –fueran de la ciudad, del resto de Cataluña o de cualquier punto de España—no son conscientes de que forman parte de ese resurgimiento.

El discurso de Borrell el domingo fue el único sensato al hablar de «puentes»

Como el independentismo más visceral, expresan sus emociones. Y también como el independentismo, son utilizados por unos políticos merecedores de la más severa de las censuras. Existe una palabra tremenda que describe una enfermedad española que hay que evitar a toda costa: el guerracivilismo.

Por eso, el discurso de Josep Borrell el domingo fue el único sensato al hablar de “puentes”. No sé que pintaba Mario Vargas Llosa. Admiro su literatura, pero traerle de ‘celebrity’ para las teles extrajeras devaluó una manifestación que debiera haber sido incontestablemente catalana.

Unos, por retorcer el sistema democrático hasta ponerlo en peligro de rotura. Otros por no haber dejado que el sistema activara los mecanismos de que dispone para renovarse. El resultado es que no haber tratado a tiempo la enfermedad ha generado una gangrena que para la que la amputación que pretende Cartles Puigdemont el próximo martes no puede ser la solución.

Me resulta difícil entender a quien se ha llenado la boca con la palabra ”pueblo” para reclamar unos supuestos derechos inalienables frente a quienes consideran menos pueblo. Quienes lo hacen no tienen en su vocabulario la palabra “ciudadano”, la única legítima.

La manifestación de blanco representaba el civismo, la Cataluña de transacción

Por eso sentí me identificado con los de manifestación de blanco. Representaba el civismo; la Cataluña de la transacción, del punto de encuentro, de la razón sobre la emoción y de la inteligencia sobre la pasión. A falta de líderes, necesitamos sentido común, respeto a las reglas y voluntad de cambiarlas de mutuo acuerdo para seguir conviviendo.

Estos últimos días han terminado de cristalizar mi filosofía política. Mi nacionalismo personal, si lo prefieren. Mi tierra es donde he nacido y donde están mis recuerdos y mi muertos; mi país es donde vivo, donde pago mis impuestos y donde ejerzo la ciudadanía. Y mi Patria  son mi familia, mis amigos y mis afectos. Y no tiene bandera.

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