Pablo Iglesias: entre carbonarios y turiferarios
El Jean Sorel español se pegará un coscorrón de los que hacen época el 26J
Pablo se desliza por la Cuesta de Moyano y moja su porra (no es broma) en el chocolate de la Escuela de Vallecas, sobre telas de Benjamín Palencia y las esculturas de Alberto Sánchez Pérez. Cuando Maroto dice en Victoria Gasteiz que Iglesias es enemigo de la libertad se me parte el corazón. Para ser carbonario te exigen el carnet de lector, políglota y viajero. Pero Maroto no lo sabe; él vive recluido con un solo juguete en un universo bien pensante, como aquel héroe de Las mansardas de Mansard, que recreó Pombo.
Pablo, el Jean Sorel español, sorbió la revolución en plena calle, pero como a todo buen romántico le puede Fabrizzio del Duongo, el personaje de La Cartuja de Parma, aquel bonapartista que sobrevivió Watherló para atravesar los Alpes a pie hasta la puerta de su amada platónica, su tía Gina, la Sanseberina. El líder de Podemos es amable con su grey, plagada de carbonarios y entreverada de turiferarios, hagiógrafos del jefe, pelotas vamos.
Parece inseparable del ideario neomarxista que alumbra el poder entendido como palanca de cambio ¿Para qué si no iba a quererlo? Para corromperse, que diría Lord Acton, ya tenemos a la Vieja Política de gürteles, púnicas, cardenales aficionados a la herejía (con Cañizares y Rouco al frente) o simples captadores de fondos públicos metidos en la entraña del socialismo meridional. El antiguo régimen se abre en carne viva: sic transit gloria mundi.
Podemos toca el cielo
Los jóvenes bárbaros dominan la escena política. Todos se han aficionado a recordarles los pecados de juventud: comunistas, bolivarianos, peronistas, frentistas o sans-culottes. En los partidos políticos, como en las casas, el futuro brilla en el desván, mientras que el sótano es la patria del recuerdo incómodo. El animal totémico del sótano es la rata; pero en el desván reina la lechuza, el ave de Minerva, «diosa de la sabiduría», escribe Michel Tournier. Ahora, con casi 200 economistas de altos vuelos (Thomas Piketty y James Galbraith, el hijo de John Kennet, entre ellos) haciéndoles la ola, los podemitas rozan el cielo.
Pablo Iglesias rebobina: su etapa de Erasmus en Bolonia de donde volvió con un certificado de pensamiento gramsciano y un buen manejo de fogones para los spaghetti alla puttanesca. De la mano de la Fundación CEPS se paseó por Venezuela, Ecuador y Bolivia, para conocer a la Conae, la asamblea de los pueblos indígenas que enterró la querencia guerrillera de sus mayores, en Colombia y México. Flirteó con el círculo del teórico populista argentino Ernesto Laclau, gracias a Íñigo Errejón, simpatizante sin sangre del ERP. Pulió los trópicos húmedos y secos en cenotes y barrancos; también acortó madrugadas de Apolo frente al alba de Cabo Sunión, en la Grecia de los antiguos dioses.
Es profesor de Geografía Política y joven, pero corrido, leído y domado por la pezuña de la contrariedad. Sabe estar, como aquellos pensadores salmantinos que abren el gesto mostrando las palmas de sus manos y sacando un mohín que dice «no te entiendo», en vez de «no te sabes la lección».
Iglesias se la pegará
No ha perdido el monólogo de la consciencia, aquello que recuerdas íntimamente, como los olores y sabores que su amigo Juan Carlos Monedero remeda en los púlpitos de la política cuando invoca el «Madrid que bien defiendes». En su mundo flota todavía lo que Baudelaire llamó «el verde paraíso de los amores perdidos».
Con todo, el domingo 26J, Iglesias se pegará un coscorrón de los que hacen época. Vivimos en un país con restreñimiento y bilis. El país del macizo de la raza que señala el retorno amenazador de la esencia. Antes de ganar, Iglesias corre el riesgo de Marinetti: saltar del futuro a la patria. No conviene olvidar que reencontrar a España desde la anti-España, domesticó a Max Aub y adocenó a Guillén.
Entre nosotros, las experiencias más audaces mueren a los pies de la bandera. La metafísica de la nación, aunque sea de naciones, es una idea de pueblo que te atrapa, especialmente si tocas ministerio, Moncloa, embajada o cualquiera de las piedras rojizas de Sabatini que lustran la Corte de los Milagros. A Iglesias le cabe el honor de ser denostado por Fernando Savater, el mejor de nuestros filósofos. Savater le llama «populista», «viral» y «oportunista», en mitad de un clima político «espectacularizado» en el que Bertín Osborne sacaría muchos votos si se presentara.
Su mundo es un plató
Pablo no ama el pasado. Tiene el toque barojiano del que quiere ir de cara contra las olas. Pero nunca ejercería de lerrouxista para acompañar en el poder a Nicolás Salmerón y al krausista Gumersindo de Azcarate. En la biografía de Negrín de Enrique Moradiellos, que tanto le gustó, Iglesias no encontró el rastro del último presidente republicano de paso por Barcelona, en los altos del Putxet. Y es que las ráfagas del Mare Nostrum solo le llegan de perfil.
El jefe de Podemos no juega, reparte juego. Recita a Sabina y a Carlos Cano; vota en el Tirso de Molina, vive en la casa de su abuela que le dejó su madre y se mueve por Madrid con un scooter. Como fundador de Antígona (teatro político), degusta el heroísmo en la barricada Gavroche de Los Miserables de Hugo; también revisita el Macolm X de Spike Lee y la Sierra Leona de Queimada, la cinta que rodó Brando a las órdenes de Gillo Pontecorvo. Para Iglesias, el mundo es un plató.