Mariano Rajoy, llámenle tonto
El político pontevedrés tiene un toque pastueño digno de admiración, como el toro sobrero que observa a la cuadrilla convencido de que no embiste
El «prometo no hacer nada y dejar que las cosas se arreglen solas» de El Mundo Today es la última estación de un trayecto al que los españoles se acostumbraron ya hace años. Lo que no se entiende es el rebote de Moragas después de tanto tiempo pegado a la agenda del presidente. «Yo me levanto todos los días sin saber lo que va a pasar, hago lo que me mandan, y me acuesto sin saber qué desastre me encontraré al día siguiente».
Es la frase que mejor le pega a Mariano Rajoy, recogida por Lucía Méndez, con el añadido de que si la película fuese de Tarantino, se llamaría Rajoy desarbolado. Y sin embargo sale a flote una vez más y hasta uno desea que le toque repetir en Moncloa por aquello tan español de tener un presidente atacado de misantropía. Los raros gustan; su bestiario se supone original.
La tentación nacionalista de la España nacional dice que las masas «se asustaron, no votaron y vino Rajoy», en palabras de Suso de Toro. O sea, magia en un país en el que el pucherazo venezolano parece descartado.
Tortilla sin cebolla y Tour de Francia
Al presidente (roza los 120 escaños en el último sondeo) le gusta la tortilla sin cebolla y prefiere no hablar de política fuera del trabajo, en línea con el «haga como yo y no se meta…», que decía el general insomne de la lucecita del Pardo. Rajoy es un cacique antipolítico, atrapado en medio de un huracán de marketing que le ha pillado mayor, viendo el Tour de Francia por la tele, leyendo el Marca y jugando al tute con los colegas en Toledo.
Le pega la salamancada de Unamuno delante de Carmen Polo y Millán Astray, pero sin pelearse. Él siempre tiene a mano un palmo más de paciencia que los demás. Y si no nos gusta se vuelve a su plaza de registrador con su amigo Méndez Vigo al que hizo secretario de Estado por encima de muchos cadáveres exquisitos.
Rajoy no pertenece a la endogamia. Ha creado la suya, la de la treintena de amigos, cuñados y contraparientes que viven muellemente gracias al presidente. Todo empezó cuando su padre Mariano Rajoy Sobredo, un magistrado, logró que todos sus hijos fueran funcionarios.
Los cercanos al presidente
A Mariano registrador le siguieron sus hermanos Mercedes y Luis (también registradores), y Kike, notario en un pueblo de Madrid. Mercedes se casó además con otro funcionario, Francisco Millán Mon, conocido como Paco Millán, eurodiputado y dedo que señaló a García Margallo como ministro de Exteriores.
Entre los cercanos al presidente, hay casos menores como Tomás Iribarren y Garcia Borregón, gobernador civil y delegado de Sanidad de la Xunta. Y otros, como Manuel Borregón, Fundación Cidade, o Ana Fernández Balboa, la hermana de Viri, confidente máxima.
Entre los íntimos del presidente, el arquitecto Alfredo Díaz Grande, Fredy, casado con Pilar Rojo, conocida como Pinini, la presidenta del Parlamento Gallego. Y los casos de ambigüedad calculada, como Miguel Díaz Grande y su esposa, la senadora Dolores Pan. Sin mella para otra gran pareja amante de la velocidad: José Benito Suárez Costa y su esposa Ana Pastor (ex de Sanidad).
Rajoy es la España de los aparatos en su versión más química; la concepción napoleónica que nunca ha fallado, después de Felipe de Anjou y los cañones de Espartero. Un afrancesamiento digno de admiración: el roce del Eliseo sobre la piel de la polis, entreverada de enarcas (que aquí son abogados del Estado, notarios y registradores).
«¡Lléveme a Mondoñedo!»
El PP y Galicia siempre han ido de la mano. A Fraga Iribarne se le conocieron las mejores mañas del galleguismo fino, algo que sin invocar jamás explícitamente, Rajoy lleva muy adentro. Le gustaría haber estado en el lugar de don Manuel cuando el entonces ministro de Información y Turismo recibió al escritor y mago Álvaro Cunqueiro.
Manuel Vicent cuenta en Los últimos mohicanos que Fraga y Cunqueiro se pasearon por el Retiro, se metieron docenas de percebes en la Glorieta de Atocha y luego, ya en el coche oficial, Fraga se despidió en la puerta del ministerio ordenando que llevaran al escritor de regreso al hotel. Cuando el chofer se dio la vuelta para preguntar ¿dónde le llevo señor?, Cunquiero contestó: «¡Lléveme a Mondoñedo!».
Mariano tiene un toque pastueño digno de admiración. Te mira como el toro sobrero que observa a la cuadrilla convencido de que no embiste. Nadie lo creería si dijéramos que es fruto de la impostura. Es una impostura de las que se trabajan toda la vida, y que pone a prueba en las noches íntimas de Moncloa, cuando los invitados no son políticos ni jefes de estado, sino un grupito de toque pontevedrés.
Pero no es allí donde luce exactamente el mejor Rajoy. En estas cenas de amigos, el presidente solo se entrena. Y se reserva el swing de campeón ante un público más influyente y menos dúctil, al que dedica su despliegue de pillería humilde, sin salirse ni un milímetro de la realpolitik. Llámenle tonto.