Golpe al parlamento y traición a la democracia
Dante se pasea con Virgilio en el noveno círculo cuando se refiere a los traidores. El noveno círculo era el que se situaba en la parte más baja del infierno, donde residían los peores malhechores. En la primera zona, la Caina, los que traicionaron a sus allegados por atentar contra su confianza; en la segunda, la Antenora, a los traidores a sus conciudadanos, a la patria o instituciones políticas; en la tercera, la Tolomea, a los que habían traicionado a sus huéspedes, que era un grave delito en la tradición de la época; y, en la cuarta, la Judeca, estaban los que traicionaban a los benefactores, a quienes les habían ayudado. Todos ellos estaban sometidos a las peores torturas, más intensas cuanto más se descendía en el averno.
Me llama la atención que La Divina Comedia considerase como una de las acciones más execrables la traición a la ciudadanía, la patria, las instituciones, en el sentido dantesco, situando a quienes la hubieran realizado (a Judas, Bruto y Casio, además de a Lucifer, el primer gran traidor bíblico, así como diversos personajes mitológicos) en el penúltimo eslabón de la perversidad. Me llama la atención porque compruebo que, ya en aquellos momentos, la ciudadanía, la patria, las instituciones… es decir, el sistema político, merecían un respeto cuya violación podía considerarse como traición.
Una institución básica del sistema es, en nuestro caso, el parlamento. Concretamente, el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006 configura un régimen parlamentario, derivado de y entroncado con la Constitución de 1978, en el que el Parlament ocupa la centralidad del sistema. Ello implica que la cámara queda configurada como una institución de la cual emana el Govern (al cual el Parlament controla) y que adopta las leyes catalanas, todo ello en el marco de las competencias que la Constitución y el Estatut le atribuyen y teniendo, además, en cuenta las obligaciones derivadas de la pertenencia de España a la Unión Europea.
La función legislativa es, pues, básica, en el conjunto de las competencias que configuran las instituciones y órganos catalanes y que regulan las políticas públicas. De Ahí que el Estatuto de Autonomía y el reglamento del Parlament dediquen una cierta extensión a la regulación de cómo ha de legislarse en nuestro sistema, regulación que es similar a la que, en contextos homologables, rige en buena parte del mundo desde que la democracia comenzó a sustituir al «ancien régime» o a las dictaduras que jalonaron buena parte del siglo XX. Por ello, los reglamentos parlamentarios regulan, incluso, las garantías de que deben gozar los miembros de la cámara en el acceso a las informaciones más sensibles, no sólo a las que, con carácter ordinario, les pueden resultar útiles en el desempeño de sus funciones.
Sin embargo, he ahí que, lejos de respetar la esencia de la institución parlamentaria, representación directa de la ciudadanía, en la que el acceso de los miembros del Parlament (de todos sus miembros, sin excepción) a la documentación emanada del Govern y de la administración, constituye uno de los derechos fundamentales de todo miembro de la cámara, nos llegan noticias acerca de que las fuerzas políticas secesionistas pretenden reformar el reglamento del Parlament precisamente para hurtar a nuestros representantes del derecho de acceso a conocer el contenido de la ley denominada, según parece «Ley de transitoriedad», con la que algunos quieren «desconectar» a Cataluña del resto de España. Digo según parece porque de ello sabemos por los medios de comunicación, no porque el Govern o los partidos políticos que conforman la mayoría secesionista hayan facilitado, como sería su obligación, información sobre el proyecto a la oposición política o a la ciudadanía.
Además nos dijeron, primero, que el proyecto está elaborado al 95 por cien, es decir, casi terminado. Y, posteriormente, parece ser (otra vez parece ser) que ahora no quieren que la «Ley de transitoriedad» (vaya «palabro») derive de un proyecto de ley aprobado por el Consell Executiu de la Generalitat porque, como creen que, por su contenido, la ley resultante va a ser recurrida ante el Tribunal Constitucional y están prestos a desobedecer la resolución que recaiga, quieren salvaguardar al president de la Generalitat y al Govern que ostente el cargo en ese momento y, por lo tanto, prefieren que en vez de enviar al Parlament el susodicho proyecto de ley, sea el Parlament quien lo haga suyo bajo la figura de proposición de ley, que ahí ya no viene de una acción de incumplimiento que pueda derivar en inhabilitación para cargo público de sus autores. Y todo con el mismo secretismo, quebrando la regulación del Estatut de Autonomía, del reglamento parlamentario y de la Ley 19/2014 de transparencia, acceso a la información y buen gobierno que, en su artículo 10, regula minuciosamente la transparencia en las decisiones y actuaciones de relevancia jurídica (ahí es nada). ¿Serán regulaciones semánticas todas ellas? ¿Nos situaremos en el contexto de los regímenes que hurtan, o han hurtado, a la ciudadanía el conocimiento de las decisiones trascendentales? ¿A qué les recuerda esto?
Lejos de ni tan siquiera intentar reflejar que lo que están haciendo responde a lo que dicen que quiere «Cataluña», las fuerzas parlamentarias secesionistas y el Govern, con la finalidad de poner trabas, en plan filibustero decimonónico, a la posible impugnación de la norma (del proyecto o de la ley ya espuriamente aprobada) ante el Tribunal Constitucional y, subsiguientemente, a la suspensión automática de la misma al ser admitida, en su caso, a trámite, no dudan en sustraer a la oposición parlamentaria el conocimiento y el debate en la cámara de ese proyecto (o proposición, ya veremos) de ley, promoviendo una reforma del reglamento del Parlament que permita tramitar la «Ley de transitoriedad» por el procedimiento de urgencia y en lectura única. Es decir, sin debate parlamentario. Aquí lo tienen ustedes y aquí, sin chistar, nosotros lo aprobamos y se lo imponemos por el método del rodillo de «nuestra mayoría». Ni en los más degradados sistemas políticos se intentan procedimientos tan abstrusos, pretendiendo revestir de democracia el uso desmedido del poder político partidista. Sí se utilizaron, retorciendo los procedimientos entonces vigentes, en sistemas que eran democráticos y que derivaron, mediante la banalización de la legitimidad que debe presidir la acción política, en los peores totalitarismos de la Historia reciente.
Ese «golpe parlamentario» al que algunos aluden desnaturaliza a la propia institución parlamentaria. Es irreconocible como parlamento democrático, una cámara a la que se le hurta lo que le es propio: la reflexión, la discusión, la política en esencia. Convierte a los elegidos en comparsas de una representación ficticia en la que unos cuantos, que sólo son mayoría por efecto de un sistema electoral que no responde a las verdaderas necesidades representativas de la ciudadanía, pretenden imponer su voluntad no sólo ya contraria al sistema constitucional del que legítima y democráticamente nos dotamos en 1978, sino contraria al propio concepto de democracia. Porque democracia es deliberación. Porque democracia es procedimiento. Y porque democracia es, también, gobierno del pueblo a través de sus representantes. ¿Este es el gobierno del pueblo y para el pueblo? ¿Este es el parlamento que representa a la ciudadanía? ¿Este es un parlamento democrático homologable internacionalmente?
Con tales procedimientos, con este oscurantismo, se pretende aprobar una «Ley de transitoriedad» que nos sitúe en el limbo jurídico. ¿Con qué legitimidad se pretende construir un nuevo régimen, en Cataluña, fundamentándolo en el engaño («hay que engañar al Estado» nos han dicho repetidamente), en la negación del debate político (porque eso es lo que significaría la reforma del reglamento parlamentario que se pretende), en el totalitarismo substanciado en la aprobación y aplicación inmediata, como se pretende, de una ley que saben, a ciencia cierta, que será contraria a la Constitución? ¿Con qué autoridad moral se van a erigir, frente a la ciudadanía quienes, hurtándole el conocimiento de cómo se adopta el contenido de la norma, pervierten el derecho a la participación política, niegan el ejercicio de la representación y, con ello, destruyen la esencia de la democracia? ¿Con qué concepto de justicia operaría el nuevo sistema que, hipotéticamente, se forjara con tales procedimientos? ¿Serían capaces, las nuevas autoridades, de exigir, entonces sí, el cumplimiento de los procedimientos legales?
Se está traicionando la esencia de la democracia. También la legalidad, claro, porque ley y democracia son inescindibles, pero eso no les importa en absoluto. Más bien al contrario, se vanaglorian de ello, de que «un día u otro tendremos que desobedecer», de que un día u otro tendrán que traicionar los valores constitucionales y europeos en los que nos constituimos como ciudadanía, como personas sujetas de derechos y obligaciones, orgullosas de haber superado, con el listón bien alto, los odios y reyertas que jalonaron décadas y décadas pasadas. Estamos traicionando el resultado de un acuerdo democrático constituyente, dentro de un sistema en el que el Estado de Derecho, la democracia y los derechos fundamentales se sitúan como conceptos fundantes.
Lejos de ello, la mayoría parlamentaria actual, no ha interiorizado adecuadamente esta cultura democrática. Razones históricas no nos faltan para explicarlo, pero ello no es argumento válido en pleno siglo XXI. Especialmente en los últimos años no se ha impulsado un sentido de lealtad hacia las instituciones, sino todo lo contrario. Se menosprecia el Estado de Derecho y se pretende imponer lo decidido mediante cualquier procedimiento, aunque no sea el legalmente predeterminado, aunque se destruya la deliberación entre iguales. Se pretenden asegurar los derechos de grupos más o menos cohesionados o numerosos frente a los derechos de las personas, rompiéndose así el principio de dignidad y de libertad de todos y cada uno de los componentes de la ciudadanía. Se vulneran los derechos inherentes a la condición de representante. Se pretenden retorcer los conceptos, las instituciones, los procedimientos. En suma, se está traicionando a la democracia.
Las futuras generaciones, ¿situarán a alguien en el noveno círculo?
*Teresa Freixes es Catedrática de Derecho Constitucional y Catedrática Jean Monnet ad personam Miembro de la Real Academia Europea de Doctores