Al duque de Suárez se le conocían pocos enfados. Pero su ira abulense se desató el día que descubrió unas octavillas de Alianza Popular (recién creada) en Zarzuela. No soportó la violación de un terreno neutral y enseguida enfiló al responsable: el general Alfonso Armada, entonces Jefe de la Casa del Rey y poco después elefante blanco del golpe del 23F. En las memorias de Carlos Abella se recuerdan los puntuales accesos de ira de un presidente justo (especialmente en términos de justicia social), que fue ministro secretario del Movimiento y que pacificó Vitoria después de una semana de huelgas reprimidas violentamente por el titular de Interior, Manuel Fraga Iribarne. Vitoria vertió el trágico balance de cinco muertes.
Fraga se fue de viaje a Alemania después de soltar su lapidaria frase “la calle es mía”, mientras que Suárez, el ecléctico, devolvía la calma a la capital alavesa a base de muchos paños calientes. El teniente general Casinello Pérez le ayudó. Casinello, un cerebro bien amueblado, puso en pie el contraespionaje español (CNI) después del barajuste dejado tras de sí por Múñoz Grandes.
Adolfo Suárez dimitió el 29 de enero de 1981, a poco más de un mes de su último plenario en la cámara legislativa marcado por la entrada de Tejero. Todos le habían advertido. Él conocía mejor que nadie el rumor de sables de las salas de banderas de los cuarteles. El almirante y jefe del Estado Mayor de la Armada, Pita da Veiga, llegó a ponerle una pistola encima de la mesa. Para entonces, el ministro de Defensa, Rodríguez Sahagún, conocido con el sobrenombre de Pelo Pincho, no se enteraba de nada. Fue durante el llamado Gobierno de los penenes (profesores no numerarios), así llamados porque estrenaban democracia sin pasar por las urnas. Sus titulares llegarían un año más tarde, tras las primeras elecciones generales.
Suárez gobernó cuatro años y medio, pero hizo su trabajo en menos de dos: en lo que va de su nombramiento a dedo por parte del Rey Juan Carlos, en 1976, hasta la promulgación de la Constitución, en 1978. A partir de los comicios, su pragmatismo se vio zarandeado desde la izquierda socialdemócrata, con Francisco Fernández Ordoñez (Superpaco) al frente y desde la derecha liberal de Joaquín Garrigues Walker, hermano de Antonio e hijo de Garrigues Walker y Díaz Cañabate, el gran jurisconsulto.
Garrigues y Superpaco, ambos desaparecidos prematuramente, fueron los instrumentos de la vocación centrista del Duque, del mismo modo que Enrique Fuentes Quintana (el sabio de Carrión de los Condes) fue su guía en lo económico. Como ministro de Economía, Fuentes inspiró y promovió los Pactos de la Moncloa, una suerte de estabilización avant la lettre de la cual todavía somos deudores. En todo caso, aquel primer Gobierno nacido del sufragio significó el esplendor de ministros como Pío Cabanillas (Exteriores) o Rodolfo Martín-Villa (Interior). Ambos mostraron sus habilidades respaldando el entrismo de los demócratas y facilitando el hara-kiri de los miembros del viejo aparato franquista.
Suárez superó, una tras otra, las crisis de gabinete gracias a los oficios de su amigo, cuñado y fontanero, Aurelio Delgado, más conocido como Lito. Natural de Burgohondo (Ávila), Delgado fue secretario de Moncloa. Era un castellano de pulsión barcelonesa, muy atraído por el universo democrático y europeísta catalán y especialmente vinculado al grupo editorial de los Peris Mencheta, accionistas históricos de El Noticiero Universal, el Noti. El desaparecido diario vespertino sobrevivió a la Transición gracias al fondo de reptiles de Moncloa administrado por Lito, sin empacho ni remilgo. Por Lito sabemos hoy de primera mano que el Duque nunca se cuidó; fumaba compulsivamente, apenas comía y tomaba infinidad de cafés al cabo del día. Adolfo Suárez era el hermano mayor de la esposa de Lito. En los últimos tiempos, Lito y la familia del ex presidente se han distanciado hasta el punto de que el primogénito del Duque, Adolfo Suárez Illana, lleva años sin hablarse con su tío.
Suárez, el hombre de la reconciliación, unió a las dos Españas que ha querido separar nuevamente el presidente Aznar, un político muy inferior y acunado en el resentimiento. El día que el Rey le llamó para ofrecerle la presidencia interina, Suárez se puso al volante de su Seat 127 y se plantó en Moncloa sin chofer ni librea; dispuesto a meterse en harina. Torcuato Fernández Miranda (Tato) movía los hilos. Tato, Rodríguez de Miguel y Alfonso Osorio le propulsaron. Él sabía de sus posibilidades pero desconfiaba de su propio origen falangista, frente a otros optantes de mayor rango, como José María Areilza o el mismo Fraga, recién llegado de su embajada en Londres. Pero España no precisaba de apellidos consagrados y mucho menos del amortizado Carlos Arias Navarro, empujado entonces por los resistentes del Gotha autoritario.
Juan Carlos antepuso los mimbres y se olvidó de los membretes, tal como lo ha narrado Juan Francisco Fuertes, otro de los historiadores que han biografiado a Suárez. En una final de Copa de fútbol, que enfrentaba al Real Zaragoza y al Atletic de Bilbao, el monarca le lanzó a Suárez una andanada indirecta, pero muy precisa: “Necesitamos a un hombre joven que conozca los entresijos del aparato de Estado”. Fue en el palco de Castellana, en presencia del propio Torcuato y de Santiago Bernabéu, todavía presidente de aquel Real Madrid endiosado por el nacional-futbolismo en un Régimen nacional-socialista.
La Transición empezaba desde dentro. No podía ser de otra manera. Suárez convirtió en innegociable la legalización del Partido Comunista, un listón que ponía a prueba, ante toda Europa, la credibilidad de la joven democracia española. La dimisión de Pita da Veiga se convirtió rápidamente en un símbolo de cambio para la prensa internacional. Suárez dio aquel paso contra viento y marea. Tuvo que superar incluso la animadversión de la embajada norteamericana. El día que se legalizó el partido de Santiago Carrillo coincidió con la celebración del Aberri Eguna, la fiesta nacional del País Vasco.
Lejos del nacionalismo democrático vasco, la violencia gratuita de ETA se había recrudecido esparciendo el dolor por todo el país. A diario había muertes y funerales. Pero de un cosa no había duda: aunque fuese a trancas y barrancas, España abandonaba irreversiblemente el furgón de cola. Muchos años después, en una visita del Rey al domicilio de Suárez ya enfermo de Alzeimer, el duque le preguntó al monarca. “¿No habrás venido a pedirme dinero?”. En las últimas horas, el periodista Fernando Onega, amigo personal y colaborador del ex presidente en Moncloa, ha matizado con tristeza los primeros momentos dramáticos de la enfermedad: “Un día, Adolfo me dijo que debía volver a su casa a cuidar a su esposa, cuando en realidad su esposa había fallecido un año antes. Entonces fui consciente de la gravedad; me di cuenta de que se iba del mundo”.
La desaparición del Duque de Suárez es el último acto de un golpe de timón magistral. Suárez fue la antesala de la europeización de España y el reencuentro con la vocación atlántica, tres siglos después del Tratado de Utrech. Se le rendirá un funeral de Estado. Recibirá el homenaje póstumo en las calles de Madrid.