Cuando el independentismo rompió con la legalidad
Economía Digital ofrece una prepublicación del primer capítulo de ‘El libro negro del nacionalismo: La ideología totalitaria que ha conducido a Cataluña al desastre'
Economía Digital ofrece una prepublicación del primer capítulo de ‘El libro negro del nacionalismo: La ideología totalitaria que ha conducido a Cataluña al desastre’, coordinado por Miriam Tey, Sergio Fidalgo, Pablo Planas y Juan Pablo Cardenal, editado por Deusto, y con prólogo de Albert Boadella. A continuación, ofrecemos las primeras páginas, firmadas por el periodista Iñaki Ellakuría, que conforman un relato de primera mano de la gestión del golpe constitucional del secesionismo en octubre de 2017:
La cara descompuesta del exconsejero de Interior de la Generalitat Joaquim Forn a su llegada el 31 de octubre de 2017 al aeropuerto de Barcelona, tras haber huido con Carles Puigdemont y otros miembros del Ejecutivo catalán a Bruselas, después de ser cesados mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución, es el retrato de quien descubre con la amargura de lo inesperado la momentánea derrota del procés y un mundo personal de creencias que se derrumba. Recibido en la terminal de llegadas por una decena de personas con banderas de España, que lo increpan con gritos de «¡A prisión!», ni Forn ni la consejera Dolors Bassa, a los que se los ve aturdidos entre una marabunta de manifestantes, periodistas, mossos y turistas despistados, entienden lo que les está ocurriendo. Ellos que confiaban en su regreso para declarar ante la Audiencia Nacional, recibir el calor de un independentismo que, sin embargo, tras la aplicación del 155 ha desaparecido de escena.
Voluntarioso, aventado y de carácter bonachón, escudero desde la década de 1990 en tantas aventuras nacionalistas de Oriol Pujol, el hijo del presidente Jordi Pujol metido en política y que acabará condenado por corrupción, Forn nunca fue el dirigente de Convergencia más listo, lo que explica que en julio de 2017 acepte sin dudarlo la responsabilidad de dirigir a los Mossos d’Esquadra.
Sustituye a Jordi Jané, quien con el ojo atento de la vieja escuela convergente decide dejar la consejería cuando entiende que los planes independentistas de ruptura pasan por utilizar a la policía autonómica como tropa de asalto. Él mismo reconoce posteriormente ante el juez Llarena que temía las consecuencias jurídicas de aquel escenario de desobediencia al que avanzaba sin freno la Generalitat de Puigdemont.
La entrada de Forn en Interior es uno de los cambios con los que Puigdemont espera acelerar hacia la sedición, tal como los cerebros del proceso independentista acordaron meses antes, cuando las diferencias estratégicas entre Junts y ERC respecto al referéndum, la desconfianza personal y política que se profesan Puigdemont y Junqueras, están a punto de hacer descarrilar la coalición en varias ocasiones. Durante la Semana Santa de 2017 la tensión se ha instalado en el consejo ejecutivo del Govern por la decisión de saber qué departamento (y partido) debe comprar las urnas y repartirlas.
Puigdemont y Junqueras deciden que la mejor solución para el independentismo es «externalizar» la coordinación de la consulta ilegal y crean una suerte de «estado mayor» cuya misión también será la de evitar que las tensiones entre los partidos hagan zozobrar en exceso al Govern. En el marco de ese acuerdo, convergentes y republicanos recurren a personas de su máxima confianza para la sala de mandos, con cuatro destacados nombres iniciales, a quienes se les sumarán algunos más con el paso de las semanas. El núcleo duro inicial lo forman el empresario David Madí, hombre de confianza de la familia Pujol y durante años la mano derecha de Artur Mas, el exlíder de ERC y exconsejero Joan Puigcercós, el también exconsejero republicano, de oscuro y violento pasado, Xavier Vendrell, así como el empresario y presidente de la plataforma en favor de las selecciones deportivas catalanas, Xavier Vinyals. Posteriormente se incorporará el empresario mediático Oriol Soler, una pieza clave en la estrategia mediática y en las redes sociales del independentismo del 1-O.
Con la remodelación del Gobierno catalán llevada a cabo en julio, y el estado mayor actuando entre bambalinas, Puigdemont decide avanzar por la senda unilateral y, después de los atentados yihadistas del 17 de agosto en Barcelona y Cambrils, convertir esta tragedia en la oportunidad para agitar el clima de choque institucional con el Estado. Una forma, entiende, de unir al independentismo político y civil con la vista puesta en el 1-O y dejar claro que el referéndum se celebrará caiga quien caiga.
En esos primeros pasos del golpe a la democracia de octubre, el mayor de los mossos, José Luis Trapero, actúa como protagonista uniformado y antagonista del coronel de la Guardia Civil, Diego Pérez de los Cobos, con quien volverá a chocar en los días previos y posteriores al 1-O. Tras los atentados asume el rol de actor político uniformado y acentúa en sus intervenciones públicas que ellos son la «policía catalana». Una manera de dar a entender que la Policía Nacional y la Guardia Civil representan los últimos restos de un modelo de seguridad pasado o, como dirá el separatismo más radical, fuerzas de ocupación de un país extranjero.
Siguiendo una estrategia paralela a la de Trapero, la Generalitat pone trabas para que policías y guardias civiles participen activamente y aporten más recursos a la investigación de los atentados terroristas, al tiempo que muchos medios de comunicación catalanes, que desde el año 2012 han asumido la portavocía del agitprop oficialista, irán construyendo un relato de incompetencia española, inicialmente, para luego sembrar la sombra de la sospecha sobre la implicación de los servicios secretos en el ataque terrorista, dentro de una hipotética operación clandestina para abortar la consulta.
Con una sociedad española en estado de shock por el ataque islamista, el independentismo utiliza el viaje a la capital catalana del rey y doña Letizia, con el fin de participar en los actos de homenaje a las víctimas, para prepararles una encerrona y lanzar un mensaje de desafío.
Cuentan para este propósito con la complicidad de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, experta navegante entre dos aguas, sin nunca acabar empapada de ningún tipo de responsabilidad. Con las instituciones catalanas detrás, y a pesar de que la mayoría de los 500.000 participantes que acuden el 26 de agosto al paseo de Gracia lo hacen sin banderas ni símbolos políticos, tal como habían pedido los organizadores, la Asamblea Nacional Catalana (ANC) y Òmnium, dirigidos por el estado mayor del procés, colocan estratégicamente a varios centenares de personas detrás de la zona reservada para las autoridades, y dentro del foco de las cámaras de TV3, portando grandes pancartas contra el rey, vinculándolo con la venta de armamento en Oriente Medio, y profiriendo todo tipo de insultos y menosprecios. «Hay que respetar la libertad de expresión», afirma Puigdemont tras un acto que abochorna a muchos catalanes, pero que es una ráfaga de advertencia de que el independentismo esta vez sí va en serio.
Los ataques al rey desmienten el discurso de la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, quien desde hace meses está muy presente en Cataluña como emisaria de Mariano Rajoy en la fallida Operación Diálogo. Ella asegura que no habrá arrojo suficiente en el Gobierno catalán para romper la legalidad con el 1-O y que, además, no van a conseguir las urnas para celebrar el referéndum. «No aparecerán las urnas, los chicos lo tienen todo controlado», sostiene Santamaría, cuando falta un mes y medio para el 1-O, en una reunión que mantiene en Barcelona con el líder del PP, Xavier García Albiol, el secretario general, Santi Rodríguez, y el delegado del Gobierno y persona de su confianza en Cataluña, Enric Millo.
Según se desprende de esa conversación y de otras que mantiene con Rajoy por las mismas fechas, la vicepresidenta confía tanto en la capacidad del CNI para detectar las urnas si entraban en España como del supuesto talante moderado de Junqueras, que lo llevará a acabar rompiendo la coalición del Govern antes de que «el loco» de Puigdemont cruzara el Rubicón de la unilateralidad.
El pleno de la vergüenza
El independentismo llega al mes de septiembre buscando la estrategia jurídica que le permita celebrar el referéndum sin graves consecuencias judiciales, como mucho una larga inhabilitación. La presidenta del Parlament, Carme Forcadell, cuyo fanatismo al frente de la Asamblea Nacional Catalana (ANC), entidad que organiza y arrastra con la ayuda de TV3 a miles de personas a las grandes manifestaciones de la Diada desde 2012, la catapultó políticamente y le permitió convertirse en la segunda autoridad institucional de Cataluña, no lo ve tan claro. Se reúne en privado con Puigdemont y le comunica que piensa respetar los derechos de todos los grupos de la oposición.
Una afirmación que no cumple, sin embargo, en los intensos plenos del 6 y 7 de septiembre, en los que la mayoría nacionalista inicia la fase de no retorno al aprobar, ignorando las advertencias del Tribunal Constitucional, el Consejo de Garantías Estatutarias y de los propios servicios jurídicos de la Cámara, las llamadas leyes de ruptura. Un grupo de medidas con las que el Govern pretende transitar del marco autonómico al Estado independiente catalán, su particular «de la ley a la ley».
Son unas jornadas parlamentarias de alto voltaje, la visualización del anunciado choque de trenes institucional, en las que el separatismo rompe política y sentimentalmente con la mitad de Cataluña y sus representantes en la Cámara. La encargada de abrir fuego, en un pleno con una expectación mediática nunca vista antes, es la secretaria general de ERC, Marta Rovira, quien semanas después huirá a Suiza para no tener que declarar ante la Audiencia Nacional. Voz del sector más duro de los republicanos, Rovira toma la palabra a las diez de la mañana para pedir que se incluya en el orden del día la votación de la Ley del Referéndum de Autodeterminación de Cataluña, bajo el paraguas del artículo 81.3 del reglamento, que fue modificado semanas antes para aprobar justamente esta iniciativa y sin apenas dejar margen para el debate.
Con el movimiento de Rovira empieza una jornada maratoniana en la que los partidos de la oposición, Ciudadanos, PSC, PP y Catalunya Sí que es Pot (comunes) intentan frenar con los recursos que les ofrece el reglamento del Parlament semejante atropello a sus derechos, exigiendo entre otras medidas un dictamen del Consejo de Garantías Estatutarias sobre la Ley del Referéndum. Nerviosa, presionada por los grupos independentistas, Forcadell convoca hasta en cinco ocasiones a lo largo del día la junta de portavoces y la mesa de la Cámara, y finalmente niega ese derecho a la oposición. La ley del Referéndum se acaba aprobando pasadas las nueve y media de la noche, en un hemiciclo medio vacío, después de que los diputados de Cs, PSC y PP decidieran abandonarlo, y con el independentismo puesto en pie entonando Els segadors.
Es la fotografía de una Cataluña partida en dos que se repetirá en el pleno del día siguiente, durante el cual se conoce que el Tribunal Constitucional ha suspendido la ley del Referéndum, y en el que el separatismo aprueba de nuevo por avasallamiento —pese a que no son pocos los diputados de JxSÍ y ERC, entre ellos el consejero de Justicia, Carles Mundó, que consideran que es más prudente aparcarla en un cajón hasta la celebración de la consulta— la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República Catalana. Esta norma, entre otras vulneraciones de la separación de poderes, encomienda a un órgano ajeno al Parlament la elaboración del texto de la constitución catalana.
Los «plenos de la vergüenza», que trataron de derogar la vigencia del Estatut y la Constitución, para sustituirla por una legislación de excepción, impulsan al independentismo irremediablemente hacia el referéndum. La vuelta atrás se antoja cada vez más difícil, y en la despistada Moncloa se empiezan a encender algunas luces de alarma, todavía tenues. Rajoy se plantea por primera vez la aplicación de medidas de control financiero a la Generalitat.
Con todo, la batalla vivida en el hemiciclo en esa primera semana de septiembre tiene un efecto positivo para el constitucionalismo catalán, en sus amplios matices ideológicos: por primera vez los partidos aparcan las pugnas electorales y colaboran frente al rodillo separatista. Ese clima de unidad, tan novedoso como efímero, queda retratado con el aplauso que los diputados de Cs, PSC y PP, puestos en pie, dedican al recordado discurso que el portavoz de Catalunya Sí que es Pot y exlíder sindical, Joan Coscubiela, dirige a la bancada independentista.
El referéndum, cargas policiales y errores
Con la firma el 6 de septiembre por la noche, tras acabar el pleno, del decreto de convocatoria del referéndum del 1 de octubre, la Generalitat activa la fase de preparación de la infraestructura de la consulta ilegal, con una estrategia del despiste a un Gobierno central que actúa como espectador.
La Generalitat y las entidades independentistas Òmnium y ANC, que desde el verano han empezado a introducir en Cataluña por el sur de Francia las diez mil urnas —compradas en junio por un particular a la empresa china Smart Dragon Ballot Expert—, guardándolas con la ayuda de miles de voluntarios hasta el 1-O en casas de particulares, buscan la manera de garantizarse la apertura de suficientes centros de votación. Esta vez ni Colau ni los principales ayuntamientos gobernados por los socialistas se prestan a colaborar, y Puigdemont decide, el miércoles 13 de septiembre, destituir a Lluís Baulenas, presidente del Consorcio de Educación de Barcelona. Sus competencias las asume la consejera de Educación, Clara Ponsatí, para poder tomar el control absoluto de los centros educativos de la capital catalana.
El Gobierno de Rajoy, cada vez más nervioso y dividido entre el sector de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, que defiende mantener la prudencia y la confianza en el CNI, y el más duro, que se articula en torno a la ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal, envía dotaciones de Policía Nacional y Guardia Civil a Cataluña para complementar la presencia de las fuerzas de seguridad.
Son hospedados en hoteles, campings y en los cruceros Rapshody y Moby, alquilados a una empresa privada, llamados «piolines» por estar decorados con estos dibujos animados, lo que alimenta la burla independentista y muestra la escasa infraestructura del Estado en Cataluña. A finales de septiembre, la Guardia Civil, actuando como policía judicial, asesta varios golpes al referéndum. Alguno se celebra como definitivo, al dirigirse al núcleo de la organización de la consulta. Es el caso de la operación del 20 de septiembre, cuando por orden judicial registran los departamentos de Economía, Trabajo y Exteriores, así como una nave del extrarradio barcelonés donde se incautarán de casi diez millones de papeletas. La reacción de la Genera- litat, con la ayuda de la ANC y Òmnium, es convocar una gran manifestación independentista delante de la sede del Departamento de Economía, en la barcelonesa Rambla de Cataluña, para bloquear durante horas la comitiva policial.
Si las votaciones del 6 y 7 de septiembre suponen la ruptura del independentismo, con aquella concentración, liderada por Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, el separatismo utiliza por primera vez y de forma desacomplejada a la masa y la algarada callejera como amenaza de violencia.
Ocurre en buena parte por la pasividad de los mossos, cuyos mandos se niegan a enviar refuerzos y dispersar a una muchedumbre que con toda impunidad destroza tres todoterrenos de la Guardia Civil, de los que se sustraen varias armas, y cuatro vehículos camuflados. Además, la letrada de la Administración de Justicia del Juzgado de Instrucción número 13 tiene que salir camuflada entre el público del teatro Coliseum, situado junto al Departamento de Economía, para evitar ser linchada.
Ese clima de violencia se repite en los días posteriores, en cada una de las actuaciones de las fuerzas de seguridad del Estado, que en una estrategia de resistencia civil se encuentran rápidamente rodeados por varios centenares de separatistas que los desafían y hostigan verbal y físicamente —incluso en los hoteles donde se hospedaban y en las casas cuartel de la Guardia Civil en diferentes municipios catalanes—.
Se respiran en Cataluña unos aires de rebelión contra el Estado, agitados por la Generalitat y sus medios, que llegan como un tornado al 1-O, el día en que miles de catalanes, entre los que hay niños y ancianos, pero también grupos organizados y entrenados en la guerrilla urbana, se enfrentan físicamente a las dotaciones policiales para evitar que se incauten de las urnas y precinten los centros escolares.
Los primeros choques se producen a partir de las 9.30 horas, cuando de forma precipitada el delegado del Gobierno, Enric Millo, que confía hasta el último momento en que los mossos se encarguen previamente de esa tarea, comprende que la policía autonómica no ha precintado los colegios por la noche, tal como se le había ordenado. A partir de ese momento entran en acción la Policía Nacional y la Guardia Civil.
La foto deseada
«Si votamos, hemos ganado, si no, ganan ellos» es la reflexión que, a modo de lema colectivo, se repiten unos a otros en el Govern para seguir adelante pese a las serias dudas que tienen en ese momento de poder concluir con éxito la empresa 1-O. La foto de las personas enfrentándose y siendo contenidas por la policía había sido un viejo sueño húmedo del independentismo —incluso algunos dirigentes separatistas en privado habían comentado la importancia estratégica que tendría «el primer muerto»— hecho ahora realidad. Para inconfesada satisfacción nacionalista, a lo largo del día 1-O, cuando al Palau de la Generalitat empiezan a llegar imágenes de las cargas, la sensación de victoria es general. «Porras contra urnas, violencia contra civismo» es el mensaje que acompaña la foto de la votación de Puigdemont en un colegio de Cornellà de Terri (Gerona), al que llega después de despistar gracias a un grupo de mossos al helicóptero de la Policía Nacional que lo seguía. La humillación independentista al Gobierno es absoluta, mientras PSOE y Podemos critican al PP por la «dureza» de la intervención policial.
Esa sensación de victoria por la demostración de desobediencia civil colectiva convence al Govern de que la declaración unilateral de independencia puede tener éxito. Pero la realidad es que el Ejecutivo de Puigdemont no tiene preparada una hoja de ruta hacia la DUI, como tampoco están listas las llamadas «estructuras de Estado» que habían pregonado en los meses anteriores.
Todo es improvisación, con algunos aciertos y muchos errores. La primera decisión del Govern es utilizar las imágenes de violencia del 1-O para ganar apoyos internacionales —confían que tras la DUI en el Parlament algunos países reconozcan la República Catalana como sujeto político soberano— y mantener movilizado al simpatizante independentista, con una suerte de huelga general «de país», que convoca el minúsculo sindicato separatista Intersindical-CSC para el 3 de octubre.
Esta acción es seguida por decenas de miles de separatistas que cierran sus negocios, no acuden a sus puestos de trabajo y se manifiestan en distintos puntos de Cataluña exigiendo la aplicación del resultado del 1-O —la victoria del sí con el 90 por ciento de los votos y una participación del 43 por ciento—, y hostigan durante horas en actitud hostil comisarías, juzgados y otros edificios de instituciones del Estado. No calculan posibles reacciones del Estado, como la que se produce esa misma noche, cuando se ven sorprendidos por el discurso del rey. «Fue nuestra gran oportunidad perdida, nunca tuvimos tanta fuerza en la calle y legitimidad moral como ese día», admitiría semanas después uno de los consejeros huidos a Bélgica.
El discurso del rey
Con sus dudas, el 3 de octubre el golpe al orden constitucional continúa, ante la pasividad de un Gobierno zombi, lo que obliga al rey a dar un paso al frente y pronunciar esa noche un discurso histórico por decisivo, y que sorprende tanto al independentismo como a Moncloa, que no estaba informada de que don Felipe se iba a dirigir a la nación, y trata de frenarlo.
Sin preámbulos ni circunloquios diplomáticos, en unas horas en las que muchos ciudadanos en Cataluña y el conjunto de España se preguntan dónde está y qué hace el Gobierno de Rajoy, el rey retransmite un mensaje televisivo en el que subraya la gravedad de lo que está ocurriendo. Una verdad incómoda tanto para el Ejecutivo del PP, que ha asegurado tenerlo todo bajo control, como para aquellas voces que desde la izquierda, como Podemos y sectores del PSOE, el nacionalismo del PNV o el empresariado catalán habían dado cobertura al proceso independentista durante años. Dirigiéndose a todos los españoles y no sólo a los catalanes, el rey da un puñetazo sobre la mesa que tiene la virtud de impulsar la gran movilización constitucionalista en Barcelona el 8 de octubre.
«Desde hace ya tiempo, determinadas autoridades de Cataluña, de una manera reiterada, consciente y deliberada, han venido incumpliendo la Constitución y su Estatuto de Autonomía, que es la Ley que reconoce, protege y ampara sus instituciones históricas y su autogobierno. Con sus decisiones han vulnerado de manera sistemática las normas aprobadas legal y legítimamente, demostrando una deslealtad inadmisible hacia los poderes del Estado. Un Estado al que, precisamente, esas autoridades representan en Cataluña», afirma Felipe VI.
Acto seguido, se dirige a los catalanes no independentistas, que se sienten traicionados por el Govern de la Generalitat y abandonados por el Gobierno español. «Sé muy bien que en Cataluña también hay mucha preocupación y gran inquietud con la conducta de las au- toridades autonómicas. A quienes así lo sienten, les digo que no están solos, ni lo estarán; que tienen todo el apoyo y la solidaridad del resto de los españoles, y la garantía absoluta de nuestro Estado de derecho en la defensa de su libertad y de sus derechos», les dice a todos ellos.
El independentismo hace burla de las palabras del monarca y convoca una cacerolada a la hora de su retransmisión televisiva para silenciarla, sin percatarse de la importancia de un discurso que va a cambiar radicalmente el escenario. Tras el pronunciamiento del rey, llegarán los anuncios en cadena de la salida de Cataluña de miles de empresas, entre ellas CaixaBank y Banco de Sabadell, avanzando un escenario de ruina económica para la hipotética Cataluña independiente.
Pero, sobre todo, el monarca ofrece seguridad a los miles de catalanes que hasta ese día estuvieron observando desde casa los acontecimientos. Cambia su estado de ánimo. Es el inicio de una revolución cívica, espontánea, en defensa de los valores constitucionales y el pluralismo de la sociedad catalana que eclosiona en la manifestación del 8 de octubre que, organizada por la entidad Societat Civil Catalana, reúne a un millón de personas.
El espíritu del 8 de octubre
Barcelona se despierta teñida de rojigualda y con aroma a revuelta cívica. Las banderas de España escalaron de madrugada a balcones donde nunca antes se vio emblema alguno, anunciando el despertar de una Cataluña silenciada por la Generalitat y su entramado de poder, así como eternamente abandonada, en cada pacto, tras cada cesión de los gobiernos de España con el nacionalismo por el apoyo circunstancial de un puñado de escaños en el Congreso. La inesperada y rotunda irrupción del constitucionalismo ciudadano en el «otoño caliente» con esta multitudinaria manifestación de personas venidas de barrios acomodados y populares de la ciudad condal, llegadas en tren, coche y autobuses de los puntos más diversos de la geografía catalana, descoloca a los dirigentes independentistas.
Los llamados «otros catalanes» han despertado para mostrar al mundo que no están dispuestos a dejarse avasallar, logrando entre otras cosas que la prensa internacional cambie su relato y pare de repetir el argumentario nacionalista de que la independencia es una voluntad mayoritaria de un «pueblo oprimido». Por primera vez en las grandes cabeceras y noticiarios internacionales se habla de la existencia de dos Cataluñas enfrentadas, de un conflicto interno entre catalanes y no de Cataluña contra España como quiere presentarlo el independentismo.
Hacia la DUI
El impacto de la manifestación, que los medios de comunicación públicos catalanes tratan de deslegitimar presentándola como un acto repleto de ultras y fascistas, traspasa las fronteras españolas, y el separatismo empieza a perder la decisiva batalla del relato internacional. Con todo, el independentismo mantiene la fecha del 10 de octubre para la celebración del pleno en el que se deberá votar la declaración de independencia. Puigdemont se plantea hacer declarar la independencia y dejarla en suspenso para abrir una negociación bilateral con el Gobierno sobre la ruptura «pactada» de Cataluña con el conjunto de España.
Apoyan esta decisión la mayoría de los consejeros del Govern, excepto Ponsatí, que pide declarar la República y hacerla efectiva, y Junqueras, que prefiere no votar y jugar a un cierto misterio. Por su parte, la republicana Rovira expresa su enfado con esta estrategia y el grupo parlamentario de la CUP habla de traición. En ese clima de división en el independentismo y desconcierto, Puigdemont ha abierto un canal de diálogo con el le hendakari Iñigo Urkullu, que a su vez habla con el Gobierno de Rajoy para encontrar una «solución dialogada» al conflicto. En el pleno del 10 de octubre, con una gran expectación independentista cerca del parque de la Ciudadela, sede del Parlament catalán, y donde varios miles de personas siguen por unas pantallas gigantes la retransmisión del pleno como si de un partido de fútbol Barça-Madrid se tratase, Puigdemont declara la independencia de Cataluña y la suspende segundos después. Justifica la polémica decisión de suspender «los efectos de la declaración de independencia» por su intención de que «en las próximas semanas emprendamos un diálogo sin el cual no es posible llegar a una solución acordada».
A la gran decepción que provoca la suspensión de una República Catalana que no ha llegado al minuto de vida la siguen, antes de la nueva declaración del 27 de octubre, todo tipo de me- diaciones para buscar una solución negociada. Lo intenta el arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, que habla tanto con Puigdemont como con el muy católico Junqueras, y un grupo de empresarios catalanes, entre los que se encuentran Gonzalo Rodés y Mariano Puig, hablan con el rey.
Las élites catalanas, que desde el año 2012 habían aplaudido el proceso independentista o habían mirado hacia otro lado, maniobran para impedir que el Parlament vuelva a declarar la independencia y reclaman cesiones en Madrid. Ni Moncloa ni Zarzuela se mueven de sus posiciones y el separatismo está dividido. Puigdemont es partidario de volver a convocar elecciones, como explicará el propio Urkullu en su declaración ante en el Tribunal Supremo ante el juez Marchena, entre otras razones porque el Gobierno de Rajoy amenaza con activar el artículo 155 de la Constitución. Las condiciones de Puigdemont para evitar la DUI las traslada a Rajoy por vías indirectas: debe liberar a Jordi Cuixart y Jordi Sánchez, investigados por su participación en el asedio al Departamento de Economía, que no actúe más la justicia contra los organizadores del 1-O y que se retiren todos los cargos que penden sobre Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau por la consulta del 9-N.
La posibilidad de optar por unos nuevos comicios autonómicos es largamente debatida en una reunión en la sala Tàpies del Palau de la Generalitat, el 25 de octubre, a la que asisten además del Gobierno catalán en pleno el cantante y diputado Lluís Llach, el empresario Oriol Soler y el Síndic de Greuges, Rafael Ribó. La división estratégica queda patente desde el primer momento, y Puigdemont ve cómo ERC, sobre todo su secretaria general, Marta Rovira, lo presiona para que declare la DUI y la haga efectiva. A las dos de la madrugada, en algunos grupos telefónicos independentistas reciben el siguiente mensaje: «Game over, in- dependencia». Puigdemont ha dicho que habrá elecciones.
Sin embargo, al día siguiente se produce otro cambio inesperado de guion. ERC y la CUP maniobran en las redes sociales para que actúen las bases independentistas contra Puigdemont, quien en ese momento intenta recibir la garantía de Rajoy de que si no declara la DUI el Ejecutivo del PP no aplicará el artículo 155. La vicepresidenta Santamaría le dice que sí, pero el presidente catalán exige un documento por escrito, que no llegará. A la misma hora que una manifestación independentista convocada por la CUP llega a la plaza Sant Jaume, el diputado de ERC en el Congreso Gabriel Rufián escribe un mensaje en su cuenta de Twitter: «155 monedas de plata», acusando a Puigdemont de traidor, lo que enfurece al presidente y su entorno. Esa presión y el hecho de que parte del grupo parlamentario del PDeCAT no esté de acuerdo con las elecciones, hacen dudar a Puigdemont, que después de haber sido el presidente que ha hecho posible el 1-O no está dispuesto a quedar en los libros de historia como un botifler. Las presiones tienen efecto, y provocan que Puigdemont dé un nuevo volantazo y decida declarar la independencia de Cataluña en el pleno del 27-O.
El que debe ser un día histórico para el secesionismo llega, no obstante, envuelto en un clima raro. No hay euforia en la calle, más bien preocupación. Ni en el Parlament, donde se mezcla la sensación de vértigo de los miembros del Govern, que temen una intervención policial durante el pleno, con la ilusión de algunos alcaldes que han acudido con su vara de mando.
El discurso de la declaración de independencia está vacío de épica, el tono de Puigdemont es sombrío, y las celebraciones de los diputados tras aprobarse la secesión tienen algo de impostadas. ¿Y ahora qué?, se preguntan muchos catalanes, que ven como el Govern no arría la bandera española del Palau de la Generalitat, en la calle no hay apenas celebraciones independentistas y no llega ninguno de los apoyos internacionales a la Cataluña independiente que los líderes independentistas habían prometido.
Aquella tarde, Puigdemont, que ya ha empezado a preparar su fuga a Bélgica, convoca al Govern en el Palau. No acuden los republicanos Carles Mundó ni Oriol Junqueras, quien se en- cuenta escondido por miedo a ser detenido. ERC lo excusa diciendo que «está indispuesto», lo que no evita la indignación de los consejeros del PDeCAT y del propio Puigdemont, quien siempre ha considerado que Junqueras es un cobarde. En este ambiente de desconfianza entre los socios del Ejecutivo, el presidente decide no activar por ahora los 41 decretos de la Ley de Transitoriedad Jurídica hacia la República, principalmente porque no están preparadas las llamadas «estructuras de Estado» de las que estaba encargado Junqueras y su equipo.
Casi a la misma hora en el que el Gobierno catalán decide qué hacer, Rajoy comparece, ya con el aval del Senado, ante los medios para anunciar la aplicación del artículo 155 de la Constitu- ción, el cese en pleno del Govern y la convocatoria de elecciones autonómicas para el 21 de diciembre. En ese momento, la consejera Ponsatí es la primera que habla en la reunión del Govern de escapar al extranjero: «Me voy a París».
Es el inicio de la desbandada. Por la noche, algunos dirigentes independentistas dormirán en una masía de Francia, pero Puigdemont se guarda para el sábado un último desafío al Estado. Así, comparece ante los medios de comunicación en Gerona, después de pasear por el centro y recibir muestras de afecto de muchos vecinos, y, sin hablar directamente de independencia, llama a la «oposición democrática» ante la aplicación del 155. Dicho esto, el expresidente de la Generalitat, con la ayuda de un grupo de mossos y sin que la ejecutiva de su partido sepa dónde está y qué va a hacer, se escapa en coche a Marsella, donde toma un avión con dirección a Bruselas. En los próximos días lo siguen otros consejeros, como Toni Comín, Lluís Puig, Meritxell Serret, mientras la mayoría declarará ante la Audiencia Nacional y entrarán en prisión preventiva.
No hay rastro de la resistencia civil al 155 que pide Puigdemont. En cambio, el constitucionalismo sí hace otra demostración de fuerza el 29 de octubre con una multitudinaria manifestación en el centro de Barcelona.
Convocada por Societat Civil Catalana bajo el lema «Todos somos Cataluña», la marcha se transforma con el grito «¡votaremos!» en una llamada colectiva a acudir en masa a las urnas el 21-D. Existe la creencia de que es posible ganar las elecciones y de acabar con la hegemonía nacionalista que durante cuatro décadas ha gestionado Cataluña como su masía particular. Este sentimiento colectivo de cambio impulsa semanas después a Inés Arrimadas, quien pese a su juventud ha logrado convertirse en el principal referente político del constitucionalismo, a la victoria en número de votos y escaños en las urnas.
Un resultado sobre el nacionalismo catalán que ni el PSC de Pasqual Maragall había logrado, pero que a la postre resulta insuficiente para gobernar, aunque entierra el discurso nacionalista de la hegemonía social. Los tres partidos independentistas logran retener la mayoría parlamentaria y poco a poco, gracias a las cesiones de Rajoy, primero, y después de Pedro Sánchez, así como a los errores de gestión de Cs de su victoria electoral —renunciando a liderar en Cataluña la oposición para centrarse en la carrera de Albert Rivera hacia la Moncloa—, volverán a recuperar todos los espacios de poder perdidos, despreciar a los cata- lanes no independentistas y preparar la segunda fase del procés.