Cataluña: ¿y ahora qué?
Las elecciones del 14-F dejan las mismas mayorías en Cataluña tras una campaña tediosa que, junto con la pandemia, hundió la participación
Llegó el 14-F… porque tenía que llegar. Porque así estaba marcado. Sin que hubiera más interés que el de cumplir un calendario marcado por la ley, con la misma disposición con que un funcionario se enfrenta a una pila de expedientes. Había que cumplir un trámite y se ha cumplido. Ya está.
Es verdad que hubo un serio intento de evitar que así sucediera y en un decreto, tan chapucero como ya es habitual, se propuso un retraso al que los jueces, aún queda algo de sentido común en algunas instancias del Estado, se opusieron.
Y eso que la legislatura y la acción de gobierno habían caducado al menos un año antes. Recuerden aquella rueda de prensa de enero del 2020 en la que un apesadumbrado Quim Torra anunciaba que “no había más recorrido político, que había llegado a su final… por el deterioro de la confianza mutua entre los socios (JuntsxCat y ERC) y porque ningún gobierno puede funcionar sin unidad, sin una estrategia común…”.
Era enero del 2020, hace poco más de un año. Y en esas condiciones los dos socios del Ejecutivo autonómico han seguido gobernando desde entonces, es un decir, y habrían seguido gobernando al menos hasta mayo de no haber mediado la decisión judicial.
La legislatura caducó en enero de 2020, cuando Torra dijo que «no había más recorrido político», pero JxCat y ERC han seguido gobernando hasta ahora
No. No había ganas de elecciones, por lo menos en la mayoría soberanista que ha hecho suya la Generalitat, el parlamento autonómico y una buena parte de las instituciones catalanas (recientemente hay que sumar a ese botín la Cámara de Comercio y la Universidad de Barcelona). Tampoco en los otros partidos si se exceptúan Vox, que no tenía nada que perder, y los socialistas, que confiaban en disparar sus resultados tras poner a su favor toda la maquinaria del estado, CIS incluido.
Y esa falta de interés ha pesado, claro, como una losa en una de las campañas más insulsas que se recuerdan. En ese estado-burbuja, en que parece vivir una buena parte de nuestros dirigentes políticos, la profunda crisis sanitaria en que ha entrado el sistema por la pandemia, el hastío por casi un año de confinamientos parciales y la angustiosa situación económica que se empieza a vivir apenas han tenido sitio.
Sea por el miedo a perder el poder que tenían o por incapacidad real de generar una alternativa ilusionante, la campaña ha transcurrido triste, tediosa y vacía de propuestas que pudiesen generar un mínimo atisbo de una nueva mayoría que cambiase el panorama paralizante que viene dominando la política catalana en los últimos años.
Si los cuatro partidos soberanistas se comprometían por escrito y con la forzada solemnidad que les caracteriza, a no pactar con el PSC, ¿qué mayoría puede esperarse que no sea la que ha venido gobernando hasta ahora? Pero si esa mayoría hacía ya más de un año que estaba en el desguace y durante la campaña no ha habido ninguna rectificación ni autocrítica, ¿qué esperanzas puede haber de una nueva acción de gobierno, que no sea repetir los vicios ya denunciados por ellos mismos?
La baja participación, lejos de ser una sorpresa
En esta situación no resulta tan extraña la participación que ha habido, el rechazo o la desgana expresados por una parte significativa del censo electoral. Más allá de la pandemia, cuyos efectos no deben minimizarse, sería quizás más honesto buscar razones en la ausencia de incentivos para votar.
Si no hay posibilidad de que nada cambie, para qué hacer el esfuerzo de salir a la calle. Si ni siquiera se va a cambiar la dinámica irreal e inmovilista de la cámara autonómica, porque va a seguir en manos de los que lo convirtieron en algo estéril, con sus recelos, sus obsesiones y su sectarismo -la pobrísima producción legislativa es un botón de muestra elocuente-, para qué molestarse.
No hay un solo factor en estos resultados electorales que invite al optimismo. Ni uno sólo. Si acaso, la esperanza de que alguien vea que es así y se convierta en motor de cambio, que se decida a liderar nuevos caminos que permitan desatascar el enervante escenario en que se mueve la política catalana y la saque de la esclerosis que la atenaza y la empobrece.
Como escribía hace unos días Rodrigo Moreno en El coste económico del Gobierno nacionalista (Economía Digital Ideas): “Cataluña es rica en recursos naturales, tiene una ubicación geográfica privilegiada y está dotada de factores de producción (mano de obra y capital) muy superior a la media española. Lo anterior se ha materializado en que ha sido la región con el mayor peso en la riqueza nacional y una renta por habitante superior a la media española”.
Pero… desde el año 2017 “ha sufrido una pérdida paulatina de su riqueza per cápita, en relación a la media nacional al pasar del 119,5% en 2016 al 117,8% en 2019, según los datos del Instituto Nacional de Economía (INE); el endeudamiento del gobierno autonómico se ha multiplicado por tres en la última década desde 10% del PIB Catalán en 2008 al 33% en 2019 muy superior al 14% de la Comunidad de Madrid”.
Con la misma mayoría, Cataluña necesita revulsivos
Salvo sorpresas, la mayoría de gobierno que saldrá de estas elecciones va a ser la misma que ya había antes, lo que es poca garantía de que se invierta la tendencia antes descrita. Cataluña necesitaría, pues, para salir del marasmo, revulsivos endógenos o exógenos, o una combinación de ambos.
Un posible factor endógeno de cambio sería una renovación a fondo de los dirigentes políticos soberanistas, más comprometidos hoy con el pasado que con el futuro. Ese recambio en la sala de mando del soberanismo, en sus diferentes formaciones, debería llevar al timón a personas con autoridad suficiente para explicar a su electorado que no renuncian a sus objetivos pero sí a una hoja de ruta, que se ha revelado estéril.
Un agente exógeno que sacara a Cataluña de la parálisis que provoca la distancia entre la realidad y las proclamas de sus actuales dirigentes podría ser el propio Gobierno de España, siempre y cuando fuera capaz de articular una política que fuera más allá de contentar a ERC y aliados para que callen y otorguen los votos que mantengan a Sánchez en La Moncloa.
El independentismo catalán necesita a alguien capaz de decir lo que Ortega y Gasset dijo en 1939 a los argentinos: “Argentinos, a las cosas, a las cosas”
Alguien capaz de decir lo que Ortega y Gasset dijo en 1939 a los argentinos: “Argentinos, a las cosas, a las cosas”, lo que traducido al mundo actual sería como decir: Catalanes, a las cosas, al consenso interno que permita políticas de amplio respaldo para afrontar la crisis sanitaria, económica y social en que estamos.
En caso contrario, nos tememos que Cataluña continuara encerrada, ensimismada, con un solo juguete: el camino hacia una independencia tan irreal como ineficaz para esos objetivos.