Qué hacer para no cargarse Barcelona (y el espectro de la acción directa)
Los ataques contra el turismo y el "procés" independentista no solo se parecen, sino que están interconectados
En marzo de 2007, cerca de 1.000 empresarios, políticos, académicos y opinadores se reunieron en el IESE y se arrogaron el liderazgo de la sociedad civil catalana. Visto hoy, fue un anticipo de posteriores ceremonias del soberanismo, mitad reclamación, mitad aquelarre de autoafirmación. Se exigía que Madrid no ahogara al aeropuerto barcelonés en favor del de Barajas. Hoy, el turismo que ha impulsado la ampliación de El Prat es el blanco elegido por Arran, los cachorros de la CUP, para estrenarse como fuerzas de choque del independentismo.
¿Casualidad o ensayo de la fase final hacia el 1-O? La violencia de baja intensidad –la de los grupos antisistema o la kale borroka— está instalada en sociedades postindustriales como Cataluña. Pero cuando coincide con la radicalización del procés independendista, cabe preguntarse si no estamos contemplando el retorno de una tradición de vieja raigambre anarquista: la acción directa.
Tras una crisis profunda, que el binomio aeropuerto-turismo palió más que ningún otro sector, el rechazo al turista es una oportuna excusa para inocular una dosis de violencia en la vida política. Saturación de las calles por foráneos; desnaturalización de barrios enteros para monetizarlos (gentrificación es el eufemismo al uso)… “El turismo mata los barrios” dice Arran en su video reivindicativo. ¿A quién indigna, hoy, que se rajen las ruedas de un bus repleto de guiris? ¿Y a quién indignará, mañana, que se ataque una sede del PP, de Cs o del PSC?
¿Nadie advierte el oxímoron de pedir en inglés la libertad de Cataluña y, en la misma pared, que se hagan las maletas?
Dicen que no es turismofobia (otro neologismo), pero cada vez abundan más las pintadas de «tourist go home». Alguna coexiste con la más veterana de «freedom for Catalunya», que como Cobi, ya tiene un cuarto de siglo. Algún activista poco avisado no debió advertir el oxímoron conceptual de pedir en inglés la libertad de Cataluña para conminar, en la misma pared, al visitante a que haga las maletas.
El episodio del autobús, y otros anteriores menos publicitados, se unen a las huelgas recurrentes de metro y taxis (la semana pasada, coincidentes); al colapso en junio del control de pasaportes en las llegadas internacionales en El Prat, y la huelga de celo en los filtros de salidas, que han provocado colas de horas. Cada problema, cada protesta, por legítima que fuera, ha ido creando un creciente grado de frustración. Y un vago pero tangible sentimiento de desgobierno e impunidad que desgasta la paciencia ciudadana.
Estos días se ha evocado a Pasqual Maragall y el catalanismo de amplio espectro de 1992: “lo que es bueno para Barcelona, es bueno para Cataluña y también para España”. El silogismo del alcalde olímpico se cumple ahora al revés, cuando el desconcierto de estos días tiñe a todos por igual, enarbolen la estelada, la cuatribarrada o la rojigualda.
«Fuck Spain!»
Explica, por ejemplo, el airado “fuck Spain!” (”¡que follen a España!”) con el que respondió a un periodista un turista norteamericano atrapado en las colas de El Prat. Ese ciudadano no distinguió entre la Cataluña que ansía libertad y el Estado que se la niega. Para él, Barcelona es España y su experiencia se condensa un solo deseo: largarse de una vez y… ¡que le den!.
A la misma hora en que el indignado yankee soltaba su exabrupto, Traudl Hartmann-Staller llegaba desde Berlín para encontrar que no tenía cómo llegar al centro de Barcelona. Avezada viajera, subió al nivel de salidas y buscó entre los conductores que llegaban para dejar viajeros a alguien dispuesto a acercarle al centro. Al tercer intento, dio con quien suscribe, que acababa de dejar con mucha antelación a un amigo que debía volar a Bilbao.
Puigdemont y Colau deberían escuchar de una extranjera sin afinidad lo que hay que hacer para no romper BCN
En el trayecto de vuelta salvé por instantes el momento en que los taxistas ocuparon los cuatro carriles de entrada a la ciudad para circular a ritmo lento. Aproveché para pedir a mi pasajera su opinión de joven profesional alemana sobre qué hace atractiva a Barcelona, a donde viaja con frecuencia. Me dijo que la gente como ella –joven, educada, urbana y con recursos— no viene porque sea barato o haya sol (“eso es para lo que van a Mallorca”) sino porque ofrece “estilo, gastronomía, mar, buen tiempo y, por supuesto, pasar un buen rato”
Frau Hartmann, admite que “la huelga es un derecho”. Sin embargo, parar los taxis el mismo día que el metro “puede que sea legal, pero no es lo correcto (‘it’s not right’)”. Si siguen así “Barcelona ya no será agradable (‘will not be nice anymore’) y la gente dejará de venir”, añadió, para concluir con un consejo: “si quieren conservar su buena reputación, aprendan a solventar sus problemas de otro modo”.
Llevé –noblesse oblige— a la joven (unos 35 años para mí es ser joven) hasta su hotel en la Rambla de Cataluña. No era un establecimiento barato. Ni ella es el tipo de visitante que Barcelona o cualquier otra ciudad quiera perder. Tendría que haber ido derecho a la plaza de Sant Jaume para que Carles Puigdemont y Ada Colau escucharan de una extranjera sin agenda o afinidad política –no como los que les presentan Raúl Romeva o Gerardo Pisarello— lo que hay que hacer para no cargarse la Ciudad Condal.
Sin querer Frau Hartmann, puso el foco en los verdaderos desafíos que confronta una sociedad en riesgo de tornarse incivil: el dilema entre legitimidad y legalidad; el de la representatividad de los que hacen más ruido frente a los que son más, pero callan; el de la realidad comprobable frente a las emociones manipuladas. Desde la altitud de crucero de una A320, los ataques contra el turismo y el procés independentista no solo se parecen, sino que están interconectados: por la ambigüedad de la respuesta de los políticos y por creer que ignorar la legalidad exime de los efectos de su incumplimiento.
¿Soy sólo yo o nadie al mando advierte de que Barcelona muestra síntomas de un rebrote de la acción directa? Unos, similares a las ekintzas de la kale borroka vasca de los años 80 y 90, que –más que ETA— hizo de las ciudades y pueblos de Euskadi un territorio hostil para quien no fuera afecto a la secta. Otros nuevos: los que presenta Elite, esa extraña agrupación de taxistas liderada por Albero Álvarez “Tito”, fan del rock duro de Marea (de Berriozar, Navarra), decidido a paralizar cualquier ciudad española con tal impedir el paso a Uber o Cabify, cuyos coches arden de noche en misteriosas circunstancias.
El acto del IESE de 2007 sigue alimentado la asunción de que la sociedad es hoy partidaria del independentismo
Los taxistas de Elite llaman legitimidad a un statu quo gremial que no están dispuestos a cambiar pese a que cambian los tiempos. La ley, mientras no se modifique, les debe amparar. Pero igualmente hay que perseguir a quienes decidan imponer la ley por su cuenta; aunque invoquen la inhibición de las autoridades. Elite juega con la intimidación; puede paralizar un ciudad cuando quiera. Los indicios, fundados, de que exportan sus servicios a diferentes lugares –por ejemplo, a Ibiza para combatir a los taxis piratas— no tienen nada que ver con legitimidad. Son, de ser ciertos, una afrenta a la ley y una temeraria invitación a la violencia.
El acto del IESE de 2007 plasmó avant la lettre la exigencia de una ‘infrastructura de Estado’ y se coinvirtió en un argumento que, apoyado en el Espanya ens roba, dio pie a que el Tripartito y, luego, el Govern de Artur Mas, dilapidaran 500 millones de euros públicos en Spanair. Y sigue alimentado la asunción, aún por demostrar, de que la sociedad civil es hoy partidaria del independentismo a tumba abierta del tándem Junqueras-Puigdemont.
Pecado de lesa patria
En El Prat, en cambio, trabajan juntos el Estado, la Generalitat, los ayuntamientos de Barcelona y otros municipios metropolitanos y, sobre todo, la iniciativa privada. El año pasado tuvo un tráfico de 44 millones de pasajeros y creció a un ritmo doble que Barajas. Cada uno de los 307.000 vuelos que procesó en 2016 transportaron una media de 143 pasajeros, un 8% más que Madrid. Cuando se celebró aquel acto del IESE apenas había en Barcelona media docena de conexiones intercontinentales. Hoy son más de cincuenta. Nadie en 2007, lo hubiera creído posible. Las consignas políticas impedían ponerse a trabajar.
Cataluña es el primer receptor de turistas de España, con 17 millones, el 22% de un total de 75 millones. En 2016, dejaron más de 4,500 millones de euros, más de 600 euros por catalán. Y en 2017, todas estas cifras aumentarán. Arreglemos el turismo, de acuerdo; pero sobre hechos, datos y premisas reales. Las pintadas de «tourist go home» los taxistas quemando autos de la competencia y la creencia –mágica— de que, sola, independiente, y soberana, Cataluña va a estar mejor, no solo es una ficción: es una espiral autodestructiva sobre la que esa sociedad civil, otrora tan elocuente, tiene el deber de confrontar ya.
No hacerlo sí que es un pecado de lesa patria.