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El 155 de la Constitución permite intervenir la autonomía; el 116 habilita al Gobierno a declarar el Estado de Sitio en Catalunya. Si una mañana nos despertamos hablando tranquilamente sobre cuál de las dos posibilidades escogería Rajoy (sinceramente creo que ninguna) es que vamos muy mal. Miquel Roca Junyent, uno de los siete ponentes de la Carta Magna española y ex líder de CiU, ya bajóa la arena del debate del crucial 27-S, abominando del «órdago separatista planteado por Artur Mas», según sus palaras. Pero entonces,  casi nadie le hizo caso; vivimos en un país sentimental y preso del resentimiento. El país que recreó Vicens Vives para tratar infructuosamente de hacernos laboriosos, aplicados y ajenos a la aventura equinoccial de construir Eldorado. Catalunya expresa una lucha entre la vida y la República célibe, libre de nepotismos y corruptelas que, en plena purga de Belice, anuncia Salvador Cardús: la nación «que recobra su alma». 

Antes de la hegemonía Forcadell, Roca escribió: «Es necesario leer bien lo que está pasando. La libertad nos obliga. La democracia lo impone. Es necesario superar tópicos y tabúes. Todo cambia y cambiará, pero el curso de la historia, cuando quiere ser de libertad y de progreso, se hace desde el diálogo y el respeto». En el después, Roca se mantiene. El toque yusnaturalista kantiano nunca le abandona. Él ve soluciones donde no las hay, porque «siempre las hay». Este es un hombre que no cambió la política por la puerta giratoria; podría decirse que tras abandonarla, puso en valor su agenda, muy dignamente y con sabiduría.

Antonio Garrigues Walker y Miquel Roca son hermanos de leche. Tuvieron una relación íntima con la libertad, uno de aquellos flairts de los hablaba Eric From en El miedo a la libertad. Ellos saben que la libertad es una e indivisible. De jóvenes sorbieron el mosto de crear periódicos, fundaciones, partidos políticos y estructuras de Estado sobre el erial de la caduca dictadura militar. Ambos son liberales y estuvieron marcados por un anticomunismo ahora rancio, pero antes definitorio. Garrigues presidió la Comisión Trilateral de Akio Morita y Rockefeller. Roca festoneó el modelo descentralizado español, que ahora periclita sin haber llegado a su fin.

Ambos conocen el mundo de los negocios. Son hijos del fee; Antonio como heredero directo del embajador Garrigues Walker y Diaz Cañabate, aquel togado que se trajo a España al mismísimo Henry Ford, lo instaló en Almusafes (Valencia) y dispuso una autopista legal para el desembarco de  General Motors, ATT o la inconmensurable General Electric.

Garrigues es un lawyer y Roca un abogado de familia. Este segundo toca laboratorios, bancos y utilities, y hasta borbonea con tal de sacar a Cristina del atolladero. Los dos sienten la vocación política sin verdades teologales; están tan lejos del muftí como del libro sagrado. Y estos dos viejos rockeros de la libertad se sienten igual de extraños ante Artur Mas, «una especie de Netanyahu que solo ve dentro de sí mismo». Saben que nuestra sociedad ha perdido el don de la oportunidad, el «genio del momento» del que hablaba Otto von Bismarck. Garrigues y Roca vivieron aquella Operación Reformista nunca entendida; saben que un político no siempre depende de sí mismo y, para sus adentros, le aconsejan a Mas someterse al cabinet reshufle, la renovación de banquillo que practican sin compasión Cameron y Jose Mouriño. Como medida previa antes de inmolarse.

Catalunya y España se alejan en vez de profundizar en las ventajas epistemológicas de los acuerdos institucionales, aunque sean de mínimos. En opinión de ambos abogados, la «política nunca tiene toda la razón». Saben que «daña más una promesa incumplida que el reconocimiento de la ignorancia». La sociedad encara el futuro «bajo el riesgo de sus decisiones»; les gustaría que Rajoy aplicara sin mirar atrás este principio que mostró Luhmann: Lo que sabemos viene siempre acompañado de una enorme ignorancia. Y Rajoy, centrista y caminante, lo siente sin poder aplicarlo, prisionero, como es, de la casa común de la derechona.

 «El político vive en un mundo mucho más contingente que el ciudadano de a pie», dice Albert Hirschman. No existe un algoritmo matemático capaz de parar el Proceso catalán de forma indolora. Pero, obviamente el «drama está excluido antes de encarar la limpieza final». Mas debe marcharse. Lo políticos son como los entrenadores de futbol: cumplen la función de chivos expiatorios; se van y así pagan nuestros fracasos. Lo dejan entes de obligarnos a cerrar el estadio o disolver el equipo.

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