Yo ya he decidido

El principal derecho a decidir nos lo arrogamos nosotros mismos cuando optamos por el pensamiento individual, crítico y libre. Yo, modestamente, tomé hace muchos años mi decisión sobre la idea de nación y mi relación con ella: no aceptar una concepción de patria impuesta mediante la presión social, una construcción mítica del pasado y un lenguaje orwelliano en el que una cosa significa lo contrario. Dado que hablo del País Vasco de hace más de 30 años, debo añadir bajo la amenaza permanente de las pistolas.

Ni Cataluña es Euskadi ni hoy estamos en aquellos años de la vergüenza en los que –violadas vida, libertad y tolerancia—estuvimos a punto de ser engullidos por un maelstrom de fractura social, involución política y pérdida manu militari de las libertades públicas…

Pero tener edad y memoria inocula contra alguno los males que cursan hoy por el cuerpo de la polarizada Cataluña. Por ejemplo, la desdibujada contraposición izquierda-derecha, reemplazada por «los de arriba y los de abajo» en el glosario de la nueva política, la misma que llama «gente» a quienes antes éramos «pueblo».

Inmuniza también contra la hipérbole de los políticos. No importa que sea la que promete un hermoso y cercano futuro con un solo escaño de más en el próximo Parlament, o la que augura todo tipo de desventuras si tal eventualidad se materializa. El polo de la ficción frente al de la aflicción.

Y sobre todo, inmuniza contra el revés oscuro de las palabras y del idioma, que los convierte en instrumentos de discordia y ruptura. Palabras por las que nos hemos despreciado y hasta enfrentado: patria, nación, bandera… Lenguas diversas entre las cuales muchos sólo reconocen una como propia, despreciando la única común como un artefacto malévolo de colonización y control mental.

Merece la pena leer el trabajo«La ideología de las lenguas», publicado otro donostiarra de mi quinta, José Luis Barbería, esta semana en El Pais sobre la dejación de los sucesivos gobiernos en valorar debidamente las lenguas del Estado.

Muchos vascos, catalanes y otros variados españoles de marca blanca tenemos patrias particulares que no exigen adhesión exclusiva ni resistencia a otras. Son patrias habitadas fundamentalmente por personas y regidas tanto por la razón como por las emociones; por la convicción de que una convivencia libre –el magnífico concepto de la conllevancia orteguiana—es la mejor fórmula para el progreso y el bienestar material… colectivo e individual.  

¿Pero de qué españoles hablamos? ¿De los de la España adusta e irritada que tan reiteradamente dan la razón al català emprenyat? ¿Del político intolerante o el tertuliano airado que, aunque se dirija a la Cataluña política, consigue ofender a gran parte de la ciudadanía, provocando rechazo y la sensación de sentirse regañada? 

Y, sensu contrario, ¿entendemos cómo muchos de esos españoles, incluso los más tolerantes, rechazan con creciente hastío las diferentes variantes del ‘España nos roba’, que consideran tan falsas como injustas? ¿Comprendemos la frustración de quienes querrían dialogar con lealtad y sin prejuicios pero encuentran que se les compara, imitando un acento sioux, al Séptimo de Caballería? ¿Pensó el president cuan ofensiva resulta su displicencia para quienes no comparten su concepción de patria pero están dispuestos a defender su derecho a tenerla frente a quienes se la niegan?

Irónicamente, el propio Artur Mas ponía recientemente como ejemplo de «exquisita» sensibilidad respecto de Cataluña a Iñaki Gabilondo. No es arriesgado afirmar que Gabilondo –cuya figura trasciende ya del periodismo para ser un referente ético y ciudadano— no es el único español que trabaja activamente para sustituir el ruido, el maniqueísmo y los estereotipos en la relación entre Cataluña y España por un dialogo sincero y sin precondiciones.

Representa a la otra España, la de la razón, las ideas y la palabra que tan poco predicamento ha tenido en la historia para nuestra desgracia. La que sabe que hemos llegado a un límite insostenible. La que comprende que nos ha traído hasta aquí una clase política amortizada, transida de corrupción e interesada en auto-preservación por encima de cualquier otra consideración.

Sabe que ese complejo político-mediático reside en Madrid, amparado bajo las siglas del PP, pero ayudado por acción u omisión por un PSOE desnortado desde hace más de una década. Pero sabe también que la política catalana –protagonizada por la metamorfosis de CdC—adolece de una cuota similar de males estructurales adquiridos durante tres décadas de poder y nation building: clientelismo, corrupción, dependencia de una parte del tejido económico del poder… hasta mitomanía.

Por eso es tan importante que aflore la España que escucha, la que no riñe, la que quiere entender. La que eventualmente aceptaría que los catalanes decidieran su futuro después de un periodo en el que se reflexione, libre y racionalmente, sobre todas las opciones y sobre la realidad de lo muchísimo que está en juego. Y que el soberanismo, que tanto pone como ejemplo a Quebec y Escocia, se avenga a un procedimiento análogo.  

Para que eso sea posible, los causantes del problema actual no pueden ser parte de la solución futura. Esa solución no empieza tras el 27S, sino tras el 20D, cuando se tenga una oportunidad –aunque sea pequeña— de que una nueva correlación de fuerzas en el conjunto de España obligue a los políticos de uno y otro signo a buscar una alternativa al enfrentamiento.

Hace diez años que se desmoronó el plan Ibarretxe, aquel fast track hacia la independencia impulsado unilateralmente por un PNV radicalizado y la izquierda abertzale. Hoy, con un PNV muy diferente nuevamente en el poder, los vascos afrontamos el encaje de Euskadi con España también de manera muy distinta.

Y con unos parámetros económicos, incluyendo el paro, envidiables respecto otras las comunidades. Si la derecha comenta jocosamente que nos tiene «domesticados» y los soberanistas catalanes que hemos «traicionado» la causa del independentismo, es que algo hemos debido hacer bien.

De la misma forma que se habla de un dividendo de la paz, existe un dividendo del diálogo. Deriva de la comprensión mutua, de encontrar y de suscribir un nuevo pacto. Uno que vincule no solo las estructuras políticas de Cataluña y el conjunto de Estado, sino que construya los puentes que tanto se necesitan para que transiten las emociones y las personas.

¿Fácil? No, visto con ojos de hoy. Pero el 21 de diciembre quizá no tanto. Merece la pena esperar e intentarlo.

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