‘Yihad’ en el reino más disfuncional de Europa

Apenas cuatro kilómetros separan la estación de metro de Maelbeek del barrio de Moelenbeek en Bruselas. Cualquier mañana es fácil que el 40% de quienes transitan por la estación se dirijan a Berlaymont, sede de la Comisión Europea. Es la misma proporción que la población musulmana del barrio, convertido en epicentro de la yihad contra nuestro continente.

Una docena de mezquitas dibujan en el mapa una media luna entre Molenbeek y las comunas aledañas. Es una frontera simbólica que delimita un territorio afín al Estado Islámico (EI) que hasta ahora solo había sido base para actuar fuera de las fronteras belgas. Sin embargo, con los atentados del martes, los muyahidin criados en sus calles han decidido librar su guerra santa junto a sus casas en el reino más disfuncional de Europa.

El primer ministro belga, Charles Michel, estaba satisfecho el 15 de marzo. En una inusual operación diurna, la policía detenía en Molenbeek a Salah Abdesalam, coautor y mártir arrepentido de los atentados de Paris del 13-N.

Muy criticada por sus fallos de seguridad, Bélgica se redimía ante Francia y el resto de los países que la consideran el flanco débil en la guerra contra el islamismo radical en Europa. Una semana después, Michel comparecía de nuevo ante los medios, desencajado, para reconocer que «nuestros peores temores se han cumplido».

En un primer análisis, los atentados de Bruselas demuestran al menos tres cosas. Primero, que EI cuenta en Europa, particularmente en Bélgica, con efectivos, recursos e infraestructura para actuar con mortíferos efectos.

En segundo lugar, que pese a estar en los más altos niveles de alerta, al despliegue de tropas y a las restricciones al tráfico de personas y al tránsito fronterizo, es virtualmente imposible detener un ataque bien planeado y decidido contra objetivos blandos.

Y, por último, que la ecuación coste-beneficio de dichos ataques –en la lógica enloquecida del extremismo— supera la obtenida en los campos de batalla reales de Siria e Iraq.

Examinemos cada uno de estos elementos individualmente.

Francia, Reino Unido, Holanda y España cuentan con importantes comunidades musulmanas. Algunas, particularmente en Inglaterra y Francia, están asentadas desde hace generaciones, tienen orígenes geográficos y étnicos distintos y un rango de asimilación que va desde la integración en el mainstream a un aislamiento autoimpuesto en ghettos definidos por el rigorismo religioso.

En Bélgica, flamencos y valones viven crecientemente de espaldas a sí mismos. En medio de ambos, la población islámica se enfrenta a una doble alienación: la socio-económica y la identitaria. A medida que la política se hace más cantonalista y el estado más débil, un número mayor de belgas musulmanes eligen el islam como su única identidad y patria.

Eso explica que sea el país que más combatientes per cápita ha enviado a engrosar las filas del EI en Siria: unos 500 desde 2012. Y también el que aloja mayor número de retornados, más de un centenar, de los que al menos la mitad podrían estar potencialmente encuadrados en células activas o durmientes. 

Y pese a las señales de riesgo, en círculos diplomáticos y de seguridad existe el convencimiento de que Bélgica no ha prestado suficiente atención ni esfuerzo presupuestario y humano a la actividad contraterrorista en su territorio.

Bien financiados, con acceso a armamento y explosivos merced al mercado negro y las conexiones con el crimen organizado –otra industria sólidamente establecida en Bélgica—, esos terroristas están a horas en coche o tren de docenas de capitales europeas en las que pueden sembrar el pánico, como se demostró en noviembre en Paris.

Objetivos duros como una central nuclear, una base militar o una infraestructura civil crítica son relativamente fáciles de proteger mediante vigilancia electrónica, sucesivos perímetros de seguridad y el monitoreo general de la actividad terrorista que realizan los servicios secretos individualmente y en colaboración.

Mucho más difícil, sin embargo, es la protección de los objetivos blandos como los atacados en Bruselas. Se trata de lugares que, por su naturaleza, concentran gran número de personas, en los que hay mucho movimiento: aeropuertos, estaciones, hospitales, grandes almacenes…

Los atentados del martes buscaban el máximo efecto y carga simbólica. Las explosiones en  Zaventem se produjeron en la zona tierra de la terminal, antes de los controles de seguridad. Además, una de las bombas estalló cenca de los mostradores de American Airlines, en busca de víctimas norteamericanas. El ataque en el metro tenía la intención añadida de desafiar al conjunto de la UE a través del símbolo de su sede.

La medida más efectiva contra ataques de esta naturaleza es la prevención y esta sólo es posible –en última instancia— mediante la llamada humint (human intelligence, o inteligencia de origen humano), lograda a través de confidentes y agentes infiltrados.

Francia y Reino Unido tienen una larga tradición en este terreno. España, en los años transcurridos desde los atentados del 12-M de 2004, ha sabido reconvertir eficazmente su experiencia anti-ETA hacia la lucha anti-islamista. Bélgica, en cambio, ha mostrado serias carencias.

De hecho, la captura la pasada semana de Salah Abdesalam se debió, según todos los indicios, más a una casualidad que al resultado de una pista concreta. Existe una teoría según la cual el terrorista más buscado no solo huía de los servicios de seguridad sino de sus propios correligionarios del Estado Islámico, que habrían dictado contra él una fatua a muerte por la cobardía de no inmolarse en París.

Los atentados de Bruselas, según esta interpretación, no serían una venganza de sus hermanos en armas sino una advertencia a Bélgica y el conjunto de Occidente de que EI puede actuar cuándo y dónde quiera.

Porque ese es el corolario del terrorismo: lograr el máximo impacto con los mínimos medios. Y, nuevamente, lo han conseguido: un elevado saldo de muertos y heridos, una reacción masiva de miedo en todo el continente, calles desiertas, vuelos cancelados y una cobertura mediática intensa, visual y global.

Bruselas no será la última tragedia. La amenaza actual no disminuirá hasta que cesen las hostilidades en Siria e Irak, perspectiva harto complicada. Y luego surgirán otras. Mientras tanto, dependeremos del acierto de policías y servicios secretos.  Y también de cuánto más estemos dispuestos a conceder en el canje siniestro al que nos abocan los tiempos: libertad por seguridad

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