Ya ni nos preguntamos sobre las preguntas

Era el pasado 11 de diciembre cuando el presidente de la Generalitat puso en escena el anuncio del referéndum para noviembre de 2014 y sus dos preguntas. ERC estaba apretando. La decisión de Artur Mas participaba de un dilema: completar la debacle de Convergència o remontar la depresión que se constató en las elecciones autonómicas. Pero en realidad, lo más seguro, por más que negado, era que el referéndum no se celebraría.

Una fecha y una pregunta con dos apartados: “¿Quiere que Catalunya sea un Estado?” y “En caso de respuesta afirmativa, ¿quiere que Catalunya sea un Estado independiente?”. De inmediato, el enunciado de las preguntas tuvo repercusión y, en general, el problema para el ciudadano no abstencionista ya no era si decidirse por el “sí” o por el “no” sino entender la concatenación entre ambas interrogaciones.

Comenzó la casuística casi escolástica sobre aquellas dos preguntas. Cabía la sospecha de que fuesen del todo improvisadas puesto que desde el principio se daba por hecho que no habría votación. Las propias preguntas significaban que el Estado de derecho no podía aceptarlas, por el galimatías espontáneo o deliberado. Artur Mas tampoco había hablado del listón de participación ni qué porcentaje de votos zanjaba la cuestión. Una vez más, dominaba la confusión entre los deseos y las realidades. La Generalitat y los partidos afines a la consulta optaban por fomentar otra argumentación sobre el sexo de los ángeles.

Pero por unos pocos días, todo pasó a segundo plano, la economía, la educación, el estado de bienestar. Pocos no cayeron en la tentación de especular sobre el sentido de unas preguntas que, en sí mismas y por su eslabonamiento, eran un sinsentido. En general, al cruzar las encuestas se deducía lo obvio: había un contingente sustancial de votos para que Catalunya fuese un Estado pero luego no se daba la misma adhesión a una secesión de España.

 
¿Cómo obtener una respuesta clara si no era con otras preguntas? 
 

De modo que dedicamos unos días a barajar escenarios de participación, a escudriñar el despropósito de dos preguntas que no se sabía si reflejarían la voluntad general, a hacer proyecciones de voto, a vaticinar el volumen de la abstención.

Luego, la efusión bajó de tono, el interés fue decayendo y ya llevamos meses sin oír ni leer nada sobre el referéndum y sus preguntas. Tras el impacto en el microcosmos político-mediático del nacionalismo, amplios sectores sociales fueron desinteresándose de la cuestión, porque lo que realmente les importaba eran las cosas de la vida.

Todo eso son síntomas de una efervescencia que oscila entre objetivos que no están claros y que no generan claros asentimientos. Lo mismo ocurrió con el debate sobre si una Catalunya independiente seguiría en la Unión Europea.

Ya solo se refiere a esta cuestión el ala freaki del independentismo. Ahora, por una temporada estaremos con las balanzas fiscales. Incluso Esperanza Aguirre ha dejado por un momento las sesiones del Tea Party para dar su no a la propuesta del ministro Montoro.