Y Molina tomó su tren a Madrid: ¿Por qué Mascarell no se calla?

Bello emplazamiento, el Palau Macaya, un símbolo del modernismo, obra de Josep Puig i Cadafalch. Un auditorio perfecto para un diálogo en una tarde de un lunes complicado de octubre, entre el ex ministro de Cultura, en la última etapa socialista, César Antonio Molina, y el escritor Antoni Puigverd, un tercerista convencido, siguiendo a Enric Juliana, que adoptó el término de Arcadi Espada.

Acercamiento. Comprensión. Un cierto pesimismo, el de Puigvert, que no tiene ninguna esperanza en la posibilidad de un diálogo institucional, pero que, en cambio, confía en los «airbags» que representan, a su juicio, «personas sensatas, tanto en Cataluña como en el resto de España». El ex ministro, con juicio, insiste en que hay mucha gente que trabaja por la «convivencia», a pesar de que admite, también, que existen sectores poderosos que trabajan para lo contrario. Los dos dibujaron un escenario posible de entendimiento.

¿Personalidades? Casi un centenar, en un acto organizado por Foment, para celebrar el primer año de su revista «F» que dirige el escritor y ensayista Valentí Puig. En el Palau Macaya, acogidos por la Obra Social de La Caixa, asistieron el presidente de Foment, Joaquim Gay de Montellà; el presidente de Planeta, Josep Crehueras; los ex diputados de CDC, Lluís Recoder y Carles Gasòliba; el ex conseller de Unió, Ignasi Farreras; el editor, ex director de Catalunya Ràdio y colaborador de Economía Digital, Fèlix Riera; el abogado y ex dirigente de CDC, Miquel Roca, el empresario Joan Castells; o Carles Godó, del Grupo Godó, entre otros. Por supuesto, Valentí Puig, como hombre de la cultura, un puente necesario y obligado.

Y, finalmente, el conseller de Cultura, Ferran Mascarell, que provocó un lío fenomenal. ¿Porque, cuál es el problema? El bloque independentista catalán ha reunido un conjunto de agravios en los últimos años. Uno de ellos se centra en la lengua catalana, que «nunca» se había tratado tan mal desde «el Estado», como en los últimos años, según Mascarell. El conseller, que estaba invitado a cerrar el acto con unas breves palabras, se explayó y dejó un sabor agridulce entre los asistentes, que estuvieron a punto de pronunciar aquella frase del Rey Juan Carlos I dirigida a Hugo Chávez.

Lo que hizo Mascarell es dar por hecho que el catalanismo se ha transformado y que ha derivado hacia posiciones estatistas. Se reclama un estado propio, no ya una reforma de España, como ha ocurrido históricamente. Y, ante la afirmación del ex ministro Molina, sobre la necesidad de preservar los «lazos familiares», para que no se rompan, Mascarell respondió con pasmosa convicción que él tiene familia en Francia, «que es otro estado», y que eso no ha roto níngún vínculo. Esa frialdad constrató con la idea de Foment, y de Valentí Puig de tender puentes, siguiendo los pasos de intelectuales catalanes y del resto de España que hicieron lo propio en los años 30 y también durante el franquismo, con aquella iniciativa de Dionisio Ridruejo y Carles Riba en los años cincuenta.

Mascarell, socialista, pero pasado a las filas del independentismo de Mas, de quien es uno de sus principales inspiradores, seguía con su discurso: «España acepta la democracia, pero no la diferencia». Murmullos. Cabreo.

Molina debía tomar su tren de regreso a Madrid. Había dado indicaciones para reservar un hotel, si la cosa se complicaba. Y, aunque no le faltaron ganas, decidió volver. Mascarell insistía. «Acabaré rápido, para que tengas tiempo de tomar el tren».

Y aunque no fue nada rápido, Molina se fue. Y, según algunos asistentes, tal vez «fue lo mejor» para no provocar una respuesta que hubiera sido contraproducente: romper todos los puentes, aunque, visto de otro modo, podría haber sido la respuesta para desmontar los tópicos en los que se ha instalado el independentismo. Es lo que pensaron otros asistentes, con la idea de darle una lección al conseller

Tuvo alguna duda el ex ministro, se quería quedar, y Gay de Montellà quiso levantarle del asiento para que no perdiera el AVE a Madrid. Pero Molina aguantó, esperó a que acabara Mascarell, y se fue. 

Algo se ha roto de forma definitiva, en todo caso, pese a los intentos de intelectuales como el propio Molina, Puigvert o Puig. Triste.