…Y en eso murió Fidel
Y en eso llegó Fidel es una canción del compositor cubano Carlos Puebla (1917-1989), compuesta tras el triunfo de la Revolución cubana en honor a su Comandante Fidel Castro. La habrán oído un millón de veces, como otra de sus canciones, Hasta siempre, comandante, compuesta por él en 1965 como respuesta a la carta de despedida del «Che» Guevara, en el momento en que abandonó Cuba para unirse a la guerrilla boliviana.
Cuando era joven tuve una novia norteamericana que para desayunar ponía en el tocadiscos esas canciones junto a las de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y la Nueva Trova Cubana. La fascinación de mi amiga era compartida por amigos comunes y compañeros míos de facultad. Yo entonces estaba desintoxicándome de mi paso por Bandera Roja y las juventudes comunistas del PSUC, dónde hice buenos amigos, que aún conservo, y aprendí que a los comunistas no les gusta la libertad ni el librepensamiento.
Todas esa canciones cubanas estaban estrechamente relacionadas con la Revolución mediante unas letras que se identificaban con los ideales del socialismo, la injusticia, el sexismo, el colonialismo, el racismo y otros temas similares. Grandes ideales que en Cuba no se plasmaron en casi nada.
A Puebla y a la Nueva Trova Cubana les apadrinó la dirigente guerrillera Haydée Santamaría (1923-1980), directora de la Casa de las Américas, con el propósito de utilizarlos para su promoción a nivel internacional. Las melosas melodías de los nuevos trovadores se convirtieron, junto a la joven efigie del «Che», en la diplomacia blanda cubana, que fue tan efectiva como los son las botellas de Coca-Cola y las hamburguesas de McDonald’s para los EE.UU.
Santamaría logró su objetivo, por lo menos por algún tiempo, aunque ella, que pasó por el amargo trance de ver morir a sus hijos en un accidente de coche, no debía sentirse muy bien cuando decidió suicidarse siendo aún la «heroína del Moncada». Haydée Santamaría formó parte del «Trío de mujeres del régimen», junto a Vilma Espín (1930-2007, mujer de Raúl Castro) y Celia Sánchez (1920-1980), muerta oficialmente de cáncer pero cuyas circunstancias aún no son nada claras. Fidel Castro homenajeó a esas mujeres ante el tribunal que lo estaba juzgando en su alegato La historia me absolverá. Después las menospreció.
En Julio del año pasado Roberto Jesús Quiñones comentaba, refiriéndose a los suicidios de altos dirigentes comunistas cubanos, que el día que se establezca en Cuba una transparencia informativa «el pueblo quedará anonadado por la cantidad de sucesos de esta naturaleza ocurridos en oficinas, viviendas y unidades militares».
Pero de todos ellos los más significativos fueron los del comandante Félix Lugerio Pena (1930-1959) y Osvaldo Dorticós (1919-1983), comunista cuando Fidel aún no lo era y presidente del país entre el 17 de julio de 1959 y el 2 de diciembre de 1976. Aunque el pistoletazo más famoso de la revolución cubana fue, sin duda, el de Haydée Santamaría.
El desaliento a menudo es el último recurso que le queda a quien ha defendido un ideal con tanta pasión. El suicido de Santamaría y de las demás dirigentes citados anteriormente, no fueron las únicas muertes sospechosas de destacados revolucionarios.
También murieron en extrañas circunstancias Cristino Naranjo (1929-1959) y, de forma muy especial, la desaparición de Camilo Cienfuegos (1932-1959). La prensa nunca les dio seguimiento e impidió al mundo conocer la verdad. Es algo que ocurre bajo todas las dictaduras.
Y la fascinación continuó, a pesar de que hoy en día podamos leer lo que fue realmente la Revolución en magníficos libros, como por ejemplo, la biografía de Camilo Cienfuegos escrita por Carlos Franqui (1921-2010), otro revolucionario exiliado, muy simpático y con un gran sentido del humor, a quien guíe por Barcelona por allá 1976, cuando acudió a unas jornadas organizadas por El Viejo Topo.
Fidel Castro y los guerrilleros de Sierra Maestra combatieron contra la dictadura de Fulgencio Batista con ideales muy dispares. Después Fidel y sus adláteres fueron haciéndose con el poder y eliminaron a los demás. La Revolución cubana fue una revolución nacional que acabó en manos de los comunistas, lo que redundó en la desaparición de la democracia y de cualquier opción que representase la vía popular reformista y humanista que encarnaba Cienfuegos, el llamado «comandante del pueblo», a quien Fidel temió al día siguiente de entrar juntos y victoriosos en La Habana.
El mundo no estaba para filigranas y la política estaba dominada por ese blanco y negro impuesto por la Guerra Fría.
Cuenta Tony Judt en su magnífico estudio Postguerra, que la crisis de los misiles en Cuba fue una estratagema soviética para chantajear a un vulnerable Estados Unidos para que cediera en otra crisis, la de Berlín después de la construcción del muro. Lo de menos era proteger a la Revolución cubana. A los dos imperialismos en lucha, al norteamericano y al soviético, los intereses nacionales de sus súbditos les preocuparon poco.
Lo que resultó realmente extraordinario es que entonces no se dieran cuenta de ello grandes pensadores, entre ellos el de mayor influencia, Jean-Paul Sartre, cuya actitud indulgente hacia el comunismo embaucó a un sinfín de jóvenes que perseguían ilusiones románticas con mucho frenesí.
Si los liberales de entonces quedaron atrapados por esos tiempos no liberales, sorprende que hoy en día no hayamos avanzado ni un ápice y vuelvan los políticos que, ante la muerte de Fidel Castro, invisten otra vez a la Revolución cubana de todas las cualidades y los logros de los que lamentablemente carece Europa.
Esa fascinación por la dictadura comunista cubana se parece mucho a la que los nostálgicos de la dictadura franquista sienten por el Generalísimo. Hay pasados que no pasan.