Y así aprendí a jugar ajedrez
Quienes van siguiendo mis ya más de doscientas columnas en Economía Digital saben que a veces me encanta recordar historias pasadas. La actualidad no siempre está vinculada directamente con nuestras experiencias, pero sí podemos extraer alguna moraleja, más o menos entretenida, de nuestras vivencias.
No recuerdo exactamente la fecha, pero debía ser hacía el 1983. Fue fijo un año antes de la Eurocopa de Francia. Aunque para muchos fue un día de fútbol excepcional –otros lo calificaran de mil trasnochadas formas, aquel España Malta, el famoso del 12-1– yo estaba ocupado en otros derroteros. Participaba por primera vez en una final de un pequeño torneo de ajedrez.
Era un club pequeño. Apenas una decena de jugadores. Un torneo simple, una partida te pasaba a la siguiente fase. Tres o cuatro victorias y me planté en la final. El club era tan pequeño, y de tanta confianza, que mi contrincante en la final era mi tío Antonio, hermano de mi padre. Un hombre bonachón, de dulce comer y beber, que rondaba los 50. Él organizó la final en mi casa. Yo tenía un ojo en aquel aparato de blanco y negro instalado en el comedor donde yo creía que 11 tipos jugaban lindamente contra Malta, y el otro ojo en la partida decisiva de mi torneo. Quien ganaba se llevaba un pequeño trofeo.
Con apenas 14 años recién cumplidos — recordemos que los 14 años de los 80 no son los 14 de ahora– les confieso me creía muy listo. Siempre he vivido acompañado de mi estupendo pero controlado ego, y no iba a ser menos en aquellos tiempos. Entonces ya había ganado diversos torneos infantiles, ganaba con facilidad cualquier reto escolar. No sólo a niños de mi edad, sino también a mayores, a profesores casposos que luego me suspendían, y prácticamente, a cualquiera que fuera capaz de enfrentarse a mí.
Y señores, la confianza es buena, es magnífica, pero a veces nos lleva a actuar con ese grado de ignorancia que el esfuerzo supera con facilidad. Vamos, mi tío me dio una paliza. Una paliza a lo España-Malta, pero sin trucos. Directamente fui barrido. Perdí el campeonato, quedé segundo. Recibí ese trofeo. Saben: esos trofeos de tienda de barrio que uno aún exhibe con satisfacción a pesar del paso de los años. Todavía está en mi primera casa en una estantería luciendo historias a mis hijos.
Con mi nivel escolar tocado por ese halo invencible, no logré superar a mi tío. Pasaron semanas, meses, y hasta algún corto año. Cada vez que lo veía, le retaba. Él disfrutaba comiéndome piezas y yo me desesperaba. Ya me había pasado la época de tirarlas con rabia a cada derrota, pero seguramente –mi ego me lo ha hecho olvidar– dejaba caer alguna lágrima. Curiosamente no recuerdo cuando al fin le gané. Digo curiosamente porque uno se acuerda más de las derrotas que de las victorias.
Había superado un reto. Me había esforzado y al mismo tiempo había sacado mi supuesto talento. Aprendí que el ajedrez, como la vida, es una mezcla desconocida muchas veces de talento y de esfuerzo. Todos tenemos un talento, pero no siempre es bien visible. Sin esfuerzo, además, cuesta más reconocerlo. Mi ego navegó unos años con esas pequeñas victorias familiares. Sumaba en el Instituto. Suspendía asignaturas pero ganaba los torneos de ajedrez de lo que entonces era el BUP, desde primero a tercero.
Admito se me daba bien. En mi entorno, ganaba con facilidad. A mi tío Antonio, aún reconozco, me costaba. Debíamos ir a pares. Un día él, otro yo. Aunque ahora era él el que se cabreaba. Cuando habían pasado unos años desde aquel lejano 83, mi interés por el tablero de 64 casillas había mutado por otros más terrenales. Ya saben, los años de transición son siempre complejos. Y a los tipos curiosos nos encanta transitar por las situaciones más curiosas.
Aún así, tuve la suerte de conocer unos tipos que combinaban ambas aficiones. Tardes de ajedrez, y madrugadas, bueno, madrugadas a lo que cantaba aquel cutre –ahora tertuliano– Ramoncín pero, claro, sin mujeres ni hormigón. Allí demostré nuevamente más habilidad sobre el tablero que sobre los asuntos más terrenales. Digamos, el hormigón nunca fue mi fuerte, y lo otro, bueno, lo otro será otra historia.
El reto –-hablo de la parte de ajedrez, claro– era de aquellas ascender a lo que se denominaba primera categoría. En el ajedrez había tres categorías. Algo simple como tercera, segunda y primera. De aquellas empezaba además mis primeros años en la Universidad. Ya saben, los justos y necesarios para acabar una carrera, no como algunos que han hecho de ello su forma de vida. En el primer torneo ascendí de tercera a segunda categoría. Creo recordar ganando y recibiendo un pequeño pago –-de esos que se ocultaban al Montoro de la época-– y que eran confiscados por la organización para pagar cuotas pendientes.
En el siguiente torneo, ya subí de segunda a primera. Fue curioso. Debía ganar cinco sobre ocho partidas jugadas durante una intensa semana. La verdad, perdí las tres primeras. Me concentre y aún no se cómo volví a colocar el esfuerzo delante del ego. Alguno de la noche me llamaba el jugador de hielo –-no por los cubitos en el whisky claro–. Ya saben, esa fisonomía inmutable, formato redentor ante los problemas. Sumé las últimas cinco victorias y lo logré. Ya tenía un segundo objetivo en mi vida ajedrecista. Estaba satisfecho, muy satisfecho. Tan satisfecho que en mi debut en la nueva categoría, me tocó jugar contra un crío. Cuando digo un crío debía ser un chaval de 8-9 años.
Jugaba con mi equipo y cada victoria era importante. Un recién ascendido, un primera, contra un chaval cuyo nombre ni recuerdo. Era un pueblo pequeño, una mesas destartaladas, lejos de la capital Barcelona. Saben, un lugar de esos donde los pedantes de la ciudad apenas sabemos llegar. Había tenido noche incompleta a lo Ramoncín, claro sin el hormigón. ¿Se acuerdan de mi tío Antonio? Pues el chaval me barrió como él. Uno piensa a veces que la edad y la experiencia es suficiente para ganar. Y señores, hasta el más inocente chaval puede ganarte una partida de vida.
Estuve más de 20 años sin volver a jugar. Hace unos meses paseando por la calle, había una exhibición de actividades locales, entre ellas ajedrez. Había unos tableros y unos jugadores de club. Me acerqué a mirar. Un hombre mayor me preguntó si sabía jugar. Y claro, mi ego salió a relucir. Le comente «lo bueno que me creía» y me invitó a jugar con uno de los chavales del club. Un crío de 13 – 14 años. Ese día no había España Malta, pero igual que aquel día con mi tío Antonio, el chaval me dio un baño, un buen baño.
Y así aprendí a jugar ajedrez. Un juego donde uno no progresa sin esfuerzo. Y sin esfuerzo, uno no logra sacar a relucir su talento. Un juego donde la confianza puede ser tu mayor enemigo. Donde es fácil dejarte llevar por la imagen del contrario. Un juego donde debes controlar más tu ego que a tu rival. Donde debes concentrarte ante los problemas. Donde debes gestionar la tensión y hasta la respiración. Cada movimiento debes planificar el siguiente. No basta con ser bueno, creerte el mejor, sino demostrarlo cada día. Al final, mi tío Antonio murió este fin de semana. A mí, simplemente me toca volver a jugar.