Sobre el novio de la muerte
El hecho de que Iñigo Méndez de Vigo entonara "soy el novio de la muerte" habla de una política cultural muy concreta por parte del actual Gobierno
Algo deberíamos decir sobre el carácter ejemplificador de los representantes públicos y muy especialmente si lo son en ámbitos como el de la cultura.
Hace algunas semanas escuchamos cantar al Ministro de Educación y Cultura el “somos novios de la muerte”, himno no oficial pero si habitualmente cantado por la Legión en procesiones como la del Cristo de la Buena Muerte en la Semana Santa de Málaga.
Alguien dirá que se trata de un cuplé que hizo famoso Lola Montes en 1921 y que su paso por la Legión obedece a los menesteres propios de las liturgias de la Semana Santa.
Probablemente todas estas explicaciones no están exentas de verdad y servirían para justificar que ciertas tradiciones, aun teniendo escasa justificación, se mantengan, pero es indiscutible que poco aporta a la credibilidad de un ministro de cultura en la España de 2018.
El imaginario popular
Las canciones, como las imágenes, fácilmente se convierten en iconos de una determinada sensibilidad. Cantamos Imagine para representar la posibilidad de un mundo mejor, utilizamos la paloma de Picasso para identificarnos con la paz o buscamos en los archivos la foto con la que Nick Ut inmortalizó los horrores de la guerra del Vietnam con la pequeña Phan Thi Kim Phúc abrasada por el napalm.
Si el “novios de la muerte” pudo ser en los cabarets de 1921 una suculenta canción de hombría y ardor guerrero, hoy es una deleznable muestra de pensamiento reaccionario, afortunadamente alejado de la sensibilidad general de los españoles.
Aun siendo relevante que el ministro de educación y cultura entone el estribillo de esta canción en un acto publico, del que probablemente debería ausentarse por razones de estética política, lo realmente significativo es el mensaje implícito que acompaña este gesto simbólico que con toda seguridad se realizó con lamentable naturalidad.
La cultura es el reflejo acumulado del conjunto de expresiones materiales e inmateriales que definen en el tiempo una determinada sociedad. Se le supone a las políticas culturales públicas la función de dotarnos de los instrumentos y los recursos necesarios para reflexionar, producir y difundir estas expresiones de común acuerdo con su evolución y vigencia social.
En estas definiciones hay una diferencia sutil entre el concepto de cultura y la función de la política cultural, que es preciso subrayar.
Cultura y política
La cultura se define por aluvión, es decir por una agregación de elementos que no están predefinidos y de cuya perseverancia y consolidación se encarga la propia sociedad mediante mecanismos incontrolables.
La política cultural, en cambio debe tomar decisiones selectivas en función de una determinada visión de la sociedad porque administra recursos escasos y porqué es el reflejo de una determinada ideología.
Por eso el gesto de Iñigo Méndez de Vigo no es neutro dado que en su condición de ministro no se trata de una expresión cultural, sino el reflejo de una política cultural.
La política cultural española debería tomar partido ante ciertas tradiciones para cambiarlas o dejarlas en el olvido
Si fuera lo primero con no estar de acuerdo sería suficiente porque indudablemente la Legión, la canción y la procesión forma parte de una realidad cultural, pero se le supone a la política cultural española del siglo XXI el deber de tomar partido ante ciertas tradiciones para cambiarlas o simplemente dejarlas en el olvido de la historia.
Hace ya algunos decenios que los ministerios de instrucción pública pasaron a llamarse de educación y los de la guerra se transformaron en defensa y pronto se llamarán de la paz.
Aunque en manos de ciertas posiciones políticas este cambio de nomenclatura pueda parecer inocuo, se trata de un giro espectacular que define la cultura occidental de la segunda mitad del siglo XX.
El reto de España
En España se repiten con excesiva rapidez múltiples señales que ponen en duda la sincera (es decir, natural por asumida intelectual y políticamente) adscripción a los giros democráticos de la Europa contemporánea, lo que sin duda supone una recusación social y cultural a los criterios éticos de nuestra política educativa y cultural.
Nada de lo que está pasando en España en términos de restricción a la libertad de expresión, incremento de las autocensuras o manifestaciones reaccionarias que nos devuelven a tiempos aparentemente superados, debería dejarnos indiferentes porque supone agrietar las diferencias entre unas generaciones que aceptaron las reglas de juego de la democracia y otras que no pueden ni imaginar vivir fuera de ellas.
En la encrucijada española estos son los condicionantes que se deberían cerrar para siempre si queremos superar los retos de nuestra transición democrática.