Es la economía, ¡artista!

La gestión de las artes tiene ciertas reglas de funcionamiento. Detrás de los creadores existen empresas y una demanda a la que seducir

En 1966 Baumol analizó el comportamiento de las artes escénicas, observando una característica económica a la que denominó “enfermedad de los costes”. La consecuencia de aquel análisis supuso una constatación que hoy en día se aplica casi universalmente: las artes escénicas deben ser ayudadas con recursos públicos.

La investigación de Baumol señaló algo sorprendente. Aun siendo un sector en el cual los salarios crecen más lentamente que en otros ámbitos económicos y en el cual no es fácil aplicar las novedades tecnológicas, a largo plazo los efectos de una baja productividad generan un incremento constante de costos. De hecho, en otros sectores, salarios y costes de producción se interrelacionan, de tal modo que el ahorro en este ultimo aspecto permite incrementar el coste de la mano de obra.

Dicho de manera simple: las mejoras tecnológicas no logran compensar la presión para incrementar los salarios, de tal manera que el teatro tiende a no ser sostenible y más, si tenemos en cuenta que la demanda es muy  inelástica, es decir no varia en la misma proporción que se incrementa el umbral de gasto disponible.

Detrás de una actividad cultural existen empresas, lugares de trabajo y una demanda exigente a la que hay que acceder y seducir

Tecnicismos aparte, Baumol fijó una idea básica para entender las razones por las cuales el Estado debe intervenir en la cultura, más allá de las percepciones elitistas decimonónicas o los argumentos patrimonialistas propios de la Revolución Francesa.  Su libro “Performing arts: the economic dilema” supone el punto de arranque de la moderna economía de la cultura y una aportación decisiva para considerar que la gestión de las artes tiene ciertas reglas de funcionamiento.

A veces lo olvidamos y tendemos a pensar que el arte es únicamente cosa de los creadores y de sus prescriptores: productores y programadores, sin entender que detrás de una actividad cultural existen empresas, lugares de trabajo y por supuesto una demanda exigente a la que hay que acceder y seducir. Además, el mundo del arte vive un desequilibrio estructural entre oferta y demanda en el bien entendido de que la capacidad para generar contenidos es muy superior a la que tiene el mercado para absorberlos.

Es cierto que la transición digital cambió muchas cosas y que los parámetros de funcionamiento de las modernas industrias culturales son mucho mas parecidos a los de cualquier otra mercancía comercial, pero las tesis de Baumol siguen siendo válidas para el conjunto de la cultura. Decidimos ir a ver una determinada obra de teatro y si no encontramos entradas  nos planteamos alternativas diversas pero no necesariamente teatrales.

A menor escala ocurre algo similar si vamos al cine, pero esta perspectiva de baja sustituibilidad cambia en la medida que el producto buscado es más industrial, hasta el punto que la elección de una película en el mercado digital para acompañar una velada en casa puede ser indiferente.

La precarización es el riego de la cultura digital, ante la que sólo cabe incrementar exponencialmente las ventas

Efectivamente, las grandes distribuidoras de productos digitales no han conseguido invertir el “conflicto de costes” tal como lo definió Baumol, porque basan su rendimiento en una presión extrema sobre el precio de compra de los productos, lo que significa a largo plazo invertir la tendencia, lenta pero inexorable, a mejorar los salarios.

La precarización es el riesgo de la cultura digital. Para evitarla solo cabe incrementar exponencialmente las ventas, cosa que casi nunca se consigue. Este es el drama de la cultura digital hoy en día: una enorme base de oficiantes empobrecidos dotados de talento y voluntad creativa y una minoría muy globalizada que disfruta de las rentas pasivas que generan los derechos de autoría.

Para corregirlo también hace falta la intervención del Estado. Las leyes que protegen los derechos de autor y la propiedad intelectual son las  mismas desde hace más de un siglo mientras que las dinámicas del mercado y obviamente las tecnologías de la comunicación han cambiado estratosféricamente. Clinton hizo famosa una frase cuando le lanzo un dardo envenenado a Bush en la campaña presidencial de 1993 diciéndole “es la economía, imbécil”; a la cultura le ocurre algo parecido que conviene no olvidar, aunque para muchas personas sea un anatema.