Claudicación desafiante

Puigdemont se ha retirado del tablero de juego, pero lo hace sin presentar un escenario aceptable para los partidarios del 155

Nueva fase del conflicto: el vencido se ve obligado a aceptar las condiciones del vencedor. Desde el “yo president, tu presidiario” que resumía el mensaje a Roger Torrent y a quienes desobedecieran al votarle mientras él seguía en el exilio, Puigdemont ha transitado hasta la aceptación de su condición de símbolo para republicanos. Desde las elecciones del 21-D, estaba claro que ni sería investido ni osaría provocar nuevas elecciones.

Le ha costado un innecesario par de meses pero al fin se ha sometido al principio de realidad. Vae victis, dijo el jefe de las hordas galas a los romanos que acababa de derrotar.

Claudicar de la aspiración a presidir o gobernar a distancia sí lo ha hecho, pero designando al candidato más incomodo

A diferencia de un encarcelado, sometido a un estricto régimen penitenciario, al exiliado le asiste el derecho al pataleo. Claudicar de la quimérica aspiración a presidir o gobernar a distancia sí lo ha hecho, pero al mismo tiempo designa al candidato que más incomoda: Jordi Sánchez, que tampoco será investido por orden de la superioridad.

Resulta inaceptable para los partidarios del 155 –más de dos tercios de ambas cámaras— que uno de los pocos cabecillas de la rebelión catalana presos pueda mudarse de la fría celda al coche oficial en horas veinticuatro. La intención de Puigdemont es plantar cara. Madrid no consiente tamaña humillación.

Pero en este caso la cobertura jurídica de la decisión es más compleja. A Sánchez le asiste el derecho a ser elegido como diputado. No estaría ausente de la cámara por propia voluntad sino por resolución judicial, sin sentencia y ni siquiera acusación en firme. Según se va filtrando, la filigrana consiste en un reparto de las cargas entre el Constitucional y el Supremo.

Los argumentos para bloquear la investidura de Sànchez van a ser tan poco convincentes como la reiteración de su delito

No se puede votar a quien no esté presente, dictará el TC siguiendo la doctrina aplicada a Puigdemont. Acto seguido, el juez Llarena deberá cargar con el mochuelo de no concederle permiso para algo tan importante como someterse a una sesión de investidura como president de la Generalitat.

Los argumentos van a ser tan poco convincentes como la reiteración del delito de subirse a un vehículo de la Guardia Civil –apeándose antes del oficial— o el riesgo de que su excarceración ocasione tumultos sediciosos. Un poco forzado, pero ni hay otro remedio ni se dispone de un mejor argumentario. Es preciso asumir asumir el riesgo de que dentro de unos años, Estrasburgo dé la razón a Sánchez, pero una sentencia desfavorable no modificaría el pasado.

El siempre ponderado Antonio Garrigues Walker clama en el desierto de la equidistancia cuando pide distensión y aboga para que se den pasos hacia un futuro entendimiento. El gesto le honra, pero las dinámicas están establecidas y nadie tiene la menor intención de modificarlas.

Por parte del estado, sometimiento del independentismo hasta su ahogo por impotencia. Por parte rebelde, resistencia, persistencia y campaña permanente en pos de una mayoría más amplia. El diálogo está lejos de asomar.

El radio del conflicto se está reduciendo y no parece que vaya a entrar de nueva en fase aguda

En el panorama, destacan dos pinceladas menos malas. La renuncia de Puigdemont señala el rumbo hacia el final del 155, deseado por todos y en primer lugar por Rajoy. Después de las protestas y aspavientos contra la arbitrariedad de impedir la investidura de Jordi Sánchez, la mayoría designará a un candidato que no esté encarcelado aunque sí en libertad provisional.

A ver de qué le acusan luego, al cabo de un año, cuando haya demostrado que cumple con todos los preceptos legales sin apearse de una actitud de permanente desafío.

La otra pincelada menos mala es la reducción del radio del conflicto. Se está enquistando, sin duda, pero quedará circunscrito a la esfera político-mediático-judicial. No parece que vaya a entrar de nuevo en fase aguda. La estabilidad no peligra. La paz social, tampoco.

Incluso es predecible una tensa calma relativa, por lo menos hasta las municipales de junio del próximo año. Quince meses son quince meses. Menos da una pedrada.

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