Woke
Si las democracias reposan sobre un suelo de acuerdos comunes, y estos son el resultado de siglos de cultura y pensamiento racional, el derribo de sus símbolos y la imposición de la emocionalidad no pueden sino romper esa frágil harmonía
En un video que pronto se hizo viral, el cómico Konstantin Kisin denunciaba desde un podio de la Oxford Union el victimismo del movimiento woke, y exhortaba a sus acólitos a trascender sus egos ofendidos y enfocar la lucha desde una perspectiva pragmática y constructiva. Tal vez parte del éxito del discurso, que actualmente ha obtenido más de 20 millones de visitas, se deba al hecho de que Kisin no niega algunos de los problemas a los que esta generación se enfrenta, pero denuncia sus actos superficiales y narcisistas. Para trabajar contra el cambio climático hay que estudiar, investigar y esforzarse en encontrar soluciones, en lugar de tirar kétchup a obras de arte.
Otro de los aspectos que sin duda han convertido ese breve discurso en un fenómeno popular es el hecho de que, a lomos de la eclosión de las redes sociales y alimentado por el culto al individualismo de los movimientos identitarios actuales, el wokismo ha traspasado los límites de la irrelevancia. De irrisorio movimiento marginal, ha pasado a ganar terreno en el debate público y a ocupar importantes esferas de poder mediático y académico, convirtiéndose en una verdadera preocupación social.
Si el término woke apareció en Estados Unidos en el contexto del activismo afroamericano para denunciar el racismo y la violencia policial contra la minoría negra de Estados Unidos, hoy en día se ha convertido en un cajón de sastre de causas identitarias a nivel mundial. Los que se creían compartimentos, no son tales; y muchos menos, estancos.
Este movimiento, en el que simplismo prevalece sobre la complejidad y el eslogan ideológico intoxica los matices del pensamiento, los hashtags (#meetoo) y los acrónimos (BLM) son las herramientas de poder que han desbancado a las mismas causas que dicen defender. El racismo, la situación de las mujeres o el cambio climático son opacados así por unos egos crispados que buscan identificarse en (o a través de) alguna de las luchas, convirtiéndolas más en actos de fe que en causas racionales.
Frente a la razón, el woke impondrá la emoción
Obviamente, no se trata de poner en duda la legitimidad de las reivindicaciones de las minorías, o de las causas justas en general, pero es de recibo preguntarse hasta dónde pueden éstas imponerse por encima de los consensos mayoritarios. Así, volviendo al video de Kisin, parte de su el éxito no residía en dudar de los problemas a los que las sociedades se enfrentan, sino de las recetas que se garabatean para solucionarlos. Si las democracias reposan sobre un suelo de acuerdos comunes, y estos son el resultado de siglos de cultura y pensamiento racional, el derribo de sus símbolos y la imposición de la emocionalidad no pueden sino romper esa frágil harmonía.
Pero el wokismo es toda una religión, con sus dogmas y sus predicadores, con sus beatos y sus conversos, que, con la excusa de los buenos sentimientos y a través de una neo lengua, se propone justamente derribar siglos de cultura, de historia, de pensamiento y de tradiciones occidentales. Ningún detalle se escapa al ojo del censor puritano. Como ejemplo, que ocupa ahora no pocos artículos, las nuevas ediciones de los libros de Roald Dahl están sufriendo varios cambios para resultar más “inclusivos” y acordes a la nueva doctrina. En ellos ya no se podrán leer términos como “gordo” o “feo”, y las mujeres pasarán de ser “cajera de supermercado” a “científica”. Uno no puede sino pensar en John Hurt en la película 1984 – basada en la novela homónima de George Orwell – en su cubículo, borrando y reescribiendo el pasado y, así, el presente.
Lo más interesante de este fenómeno es que, como toda ofensa cabe en el saco, a la vez se fagocita a sí mismo. Si, por un lado, los términos “gordo” y “feo” están vetados por su neocatecismo, al mismo tiempo nos deleitan con imágenes y artículos en los que el feísmo y la obesidad son alabados como revolución ante un impreciso poder blanco “patriarcal” y, claro, con cánones de belleza opresores.
Y es que, como en todo populismo, cada particular recibe un mensaje personalizado, y ve en cada trasgresión una sublimación de su propio dolor. Porque hay dolor y rabia en esos grupos de jóvenes, y no tan jóvenes, que se sienten marginados por no cumplir, o creer no hacerlo, con una serie de requisitos sociales, a veces imaginarios, y buscan resarcirse en el sufrimiento compartido. Frágiles, carne de demagogos y sectas ideológicas, encuentran en el victimismo la forma de huir del fracaso y de proyectar su culpa hacia los demás. Ante esto no hay debate posible, puesto que, frente a la razón, el woke impondrá la emoción.
Mientras, unas mayorías silenciosas y cobardes, envueltas en aquella espiral de silencio de la que hablaba Elisabeth Noelle-Neumann, observan temerosas cómo la dictadura moral de estos grupos se impone. Porque como todo se hace en nombre de causas nobles, están aterrados de ser catalogados como los nuevos villanos. Incapaces de comportarse como adultos e imponer un mundo de complejidades y valores, se dejan arrinconar por un maniqueísmo infantil.
Es fácil alzar la voz contra grandes corporaciones percibidas como codiciosas, pero ¿quién se atreve contra unos individuos que dicen defender la igualdad? Aunque todos sepan dentro de sí que el emperador está desnudo y que la causa es mero disfraz. Si hasta hay escuelas primarias en Estados Unidos en los que segregan a los niños a la hora del almuerzo en función de sus identidades raciales. El racismo y el gueto para luchar contra… el racismo y el gueto.