Vulnerables
En tiempos de crisis, y sin duda estos lo son, aumenta la difusión de las creencias conspirativas y teorías falsas que vienen a calmar la ansiedad
En September, película de Woody Allen, en medio de una charla de partida de billar, Peter pregunta al físico Warden Lloyd:
“¿Hay algo más aterrador que la destrucción del mundo?
A lo que Lloyd responde
“Sí. El saber que, de una manera u otra, no importa. Todo es aleatorio, resuena sin sentido en medio de la nada y acaba desapareciendo para siempre.”
Y, añade Peter, el universo es “es fortuito, moralmente neutral e inimaginablemente violento».
Nuestra vulnerabilidad frente a la vida, a la naturaleza, y frente a nuestra propia trascendencia. Esa fragilidad que nos empuja a buscar un orden en el caos, aferrándonos a la creencia de que no sólo nuestras acciones tienen un sentido, sino que podemos, de algún modo, timonear nuestro destino.
Hoy es inevitable revisar estas líneas con el sufrimiento de Ucrania de fondo y la necesidad de entender el horror al que su población está siendo sometida. Como si de los jinetes del apocalipsis se tratara, sin superar aún la Peste ahora la Guerra llama a nuestras puertas. El miedo y la ansiedad se han disparado no sólo en las víctimas directas, sino en los millones de espectadores que siguen la invasión a través de los medios y las redes sociales y que saben que es cuestión de tiempo que ellos también empiecen a notar las consecuencias económicas o emocionales. Consumidores de tragedias que llevan años buscando respuestas que no llegan y fragilizados en su ser más interno. Por ello, en tiempos de crisis, y sin duda estos lo son, aumenta la difusión de las creencias conspirativas y teorías falsas que vienen a calmar la ansiedad que causan nuestra impotencia e incertidumbre.
Si bien no existe un perfil determinado de la personalidad “conspiranoica”, se cree que ésta se asocia a diferentes formas de narcisismo de baja o excesiva autoestima, así como a personalidades con tendencias paranoides no clínicas, que ven el mundo como un lugar hostil del que desconfiar. El estudio moderno al respecto se remonta a los trabajos del psicólogo social Serge Moscovici, quien estableció la existencia de una «mentalidad conspirativa» que iría más allá de una creencia en tal o cual teoría específica. Es decir que la creencia en una teoría de la conspiración aumenta la probabilidad de creer en otras teorías de la conspiración, aunque no estén relacionadas. Es la idea de que detrás de todo acontecimiento actual existe una mano negra o un grupo maligno que orquestra todo en secreto para dominar el mundo.
En los últimos diez años se han multiplicado los estudios psicológicos al respecto, y coinciden en que una necesidad epistémica nos empuja a buscar una suerte de respuesta patrón a la que aferrarnos, y que ratifique nuestros sesgos cognitivos. Esto es un análisis simple para una realidad compleja. Y en ese aspecto, y volviendo a la guerra contra Ucrania, es interesante ver la evolución de lo concreto a lo abstracto de los movimientos extremistas tanto de derechas como de izquierdas, anticapitalistas y anti sistema, quienes desde los inicios justificaron la actitud de Putin.
Antes de la invasión negaban que esta tendría lugar, afirmaban que la OTAN cercaba a Rusia, que la Unión Europea desestabilizaba la zona, que Ucrania era territorio nazificado, o que se cometía un genocidio de rusos. Porque, y esto es esencial para entender el funcionamiento del mundo de la conspiración y de la propaganda, nunca se ofreció una razón única para que Rusia atacara, sino una marea de motivaciones líquidas presentadas por los medios gubernamentales rusos en los que cada cual podría elegir la que más le conviniera. Internet como un supermercado abierto de teorías anti occidentales. Ante cada contraargumento se abría otro frente con otra acusación.
Hoy sin embargo, tras las imágenes de un hospital infantil bombardeado, del ensañamiento sanguinario contra la población civil, de millones de refugiados y de miles de muertos, esas mismas voces tan específicas en explicaciones improbables, hoy apenas entonan un abstracto y emocional “no a la guerra” en el que equiparar moralmente atacante y atacado, y que anula toda posibilidad de defensa a este último. Y eso sí, no defienden a Putin, pero es que también occidente…
Porque occidente es una respuesta fácil y ansiolítica, que otorga la satisfacción de haber encajado las piezas del puzzle. Es una interpretación que confirma opiniones preexistentes y que permite a quien la enarbola no sólo no arrepentirse de haber errado sus percepciones pasadas, sino redoblar la apuesta percibiéndose como afortunado, ya que no ha caído en el “engaño” de los “poderosos”. A la vez pasa a formar parte de un grupo selecto junto al cual desafiar el discurso dominante y construir una identidad comunitaria marginal en la que ser valorado y aplaudido.
Todo este proceso psicológico de fragilización se ve alimentado a su vez por órganos propagandísticos gubernamentales de países extranjeros, a veces disfrazados de medios informativos, cuya labor es precisamente arrojar sombras de duda acerca de cualquier movimiento occidental. No es un elemento nuevo en la guerra de imagen. Por ejemplo, durante una pandemia devastadora anterior, y en plena Guerra Fría clásica, la KGB se sirvió del medio prosoviético Patriot, publicado en la India, para expandir desde ahí la idea de que los Estados Unidos habían creado el SIDA en un laboratorio para diezmar a su minoría negra y a los homosexuales, así como para golpear a los países africanos. La bautizada como “Operación Denver” fue relativamente exitosa, ya que logró que en 2003, un tercio de la población afroamericana aún sostuviera que era muy probable que el gobierno norteamericano hubiera creado el virus para eliminarlos.
Nuestras democracias necesitan una realidad compartida, un suelo común de principios y de creencias básicas
Estos medios no intentan ofrecer una mejor imagen de sus países (Rusia, Iran , China o Venezuela) sino que inundan a sus espectadores con discursos de falaz Whataboutism para que nosotros no creamos en los nuestros. Su objetivo no es afirmar que una u otra teoría sean las verdaderas, sino crear confusión y reforzar el escepticismo en las sociedades democráticas occidentales hacia sus propias instituciones, creando una frontera difusa entre lo cierto y lo falso.
La estrategia tampoco consiste en monopolizar el discurso, sino que busca que su mensaje sea recuperado y amplificado en las redes sociales. Para ello, tienen la suficiente sutileza de no limitarse a emitir mentiras o cuestiones negativas, sino que en medio de su oferta se cuelan falsedades y sitúan su foco sobre problemas existentes, que ellos sobredimensionan. Adaptados en lengua y cultura a los países que buscan debilitar, su mensaje ni siquiera es global. A cada país su debilidad, los gilet jaunes en Francia, el referéndum catalán en España.
A modo casi anecdótico, un reciente artículo en The Guardian llamaba la atención acerca de cómo los “trolls” anti vacunas que habían intoxicado las redes durante la pandemia, se estaban tomando una “vacaciones”. Según The Guardian “la guerra de la información de Rusia con las naciones occidentales parece pivotar hacia nuevos frentes, desde las vacunas hasta la geopolítica”. O sea, la nueva debilidad: la invasión de Ucrania.
Todo el exceso informativo ante un público aterrado, sin criterios claros para discriminar lo falso de lo cierto tiene consecuencias políticas, como el auge de los extremos populistas. Nuestras democracias necesitan una realidad compartida, un suelo común de principios y de creencias básicas. Estos órganos de propaganda parasitan el debate con falacias argumentativas y azuzan la emocionalidad de un mundo occidental narcisista, polarizado y en plena crisis identitaria. Porque si en el “paraíso” que vendía la URSS no cabían más de la mitad de los seres humanos, la nueva Rusia ni siquiera aporta una alternativa. Putin sólo ofrece nihilismo y confusionismo para alimentar el miedo.
Se debe desconfiar de las “versiones oficiales” pero no desde la victimización emocional, sino desde la fuerza de la razón y evitando los discursos populistas, aceleradores de teorías conspirativas. Las democracias tienen armas suficientemente fuertes, como la división de poderes y los organismos de control, para hacer frente a esta estrategia de desestabilización que nos vuelve a cada paso más vulnerables. Un periodismo serio, riguroso e independiente podría servir de verdadero contrapoder si no cayera en un mero ejercicio de cadena de transmisión. Con rigor e independencia, debería ser una de las primeras líneas de resistencia ante esta suerte de política de tierra quemada ética, racional y emocional que hoy en día nos ofrecen países como Rusia, China o Irán.