¿Volveremos a votar el 10 de noviembre?
Los periodos de pactos ante la investidura del nuevo Gobierno generan descrédito y son incomprensibles para la opinión pública
Toni Blair cuenta que cuando presentó su dimisión ante la Reina en favor de Gordon Brown, al salir de Buckingham ya no tenía ni coche, ni casa, ni escolta, y lo primero que tuvo que hacer fue sentarse a un banco del centro comercial para que su hijo le enseñara como funciona un teléfono móvil.
El Reino Unido en muy pocas ocasiones ha tenido, gracias a un sistema político mayoritario, gobiernos de coalición –el último fue el de David Cameron con Nick Clegg (Torys y LibDem)–, y las transiciones fueron inmediatas.
A medida que los parlamentos se fragmentan, las formaciones de gobierno se hacen cada vez más complejas. En Alemania, Angela Merkel exploró la coalición Jamaica –con Verdes y Liberales– antes de pactar con los socialdemócratas. En Bélgica se han pasado más de un año sin gobierno. En España, en 2016 tuvimos que repetir las elecciones de 2015.
Sin duda, la falta de Gobierno es el sueño de un liberal a ultranza, pero esos largos períodos de discusión se convierten en incomprensibles para la opinión pública y generan mayor descrédito –si eso es posible– de los políticos. Todo se debe a que se establece la creencia generalizada de que la discusión se basa solo en el reparto de cuotas de poder pero no en aspectos programáticos que redundan en la mejora de la vida de las personas.
Si Pedro Sánchez no consigue que le invistan en la sesión prevista para el mes de julio –según acordarán en los próximos días el mismo Sánchez y la presidenta del Congreso, Meritxell Batet– se pone en marcha un reloj inexorable que 54 días más tarde lleva a la disolución de las Cortes y la convocatoria de nuevas elecciones.
El defecto de la legislación en España no está en esos 54 largos días, sino en que no se establece ningún plazo de tiempo entre la celebración de las elecciones y la convocatoria del pleno de investidura. Desde el 28 de abril habrán pasado casi tres meses hasta que se vote al nuevo presidente. Y quién sabe si ese periodo de interinidad –en la que los partidos se desangran entre nervios y traiciones– no se prolongará otros dos meses más hasta después de verano.
A Sánchez se le está poniendo cara de Rajoy
Por el bien de todos, tanto los ciudadanos no electos como los electos, es bueno que se limite el tiempo de negociación con el fin de evitar el deterioro de la imagen de los políticos. ¿Alguien tiene mejor opinión hoy que hace tres meses de Pablo Iglesias? ¿O de los dirigentes de Vox, PP, PSOE o Cs? No.
Mariano Rajoy obtuvo una victoria más cómoda en la segunda convocatoria electoral tras el fracaso de las negociaciones para formar gobierno. El miedo a Podemos y el hastío generado por la falta de Gobierno jugaron en corto plazo a su favor. Pero en la sociedad se instaló la idea de que Rajoy –más que un maestro en la gestión de los plazos de los tiempos– era un experto dejando pudrir las cosas.
Ahora, a Sánchez se le está poniendo cara de Rajoy. Aspira a que a Albert Rivera le hagan en su partido lo que a él le hicieron en el suyo; o sea, descabalgarle para que luego le regalen la investidura en el Congreso. Si eso no sucede, Sánchez fantasea con emular a Rajoy y, siguiendo el consejo de Iván Redondo –su asesor de cabecera–, convocar elecciones para reforzar su mayoría a costa de Iglesias.
Si no toma esa decisión será solo porque José Luis Ábalos –el antídoto de Redondo– cree que en unas nuevas elecciones Vox y Podemos –al igual que Cs– se hundirían. Y, aunque el PSOE saldría reforzado, el PP también, y eso no le conviene a los socialistas porque la actual fragmentación les es cómoda y les favorece.
Si el 10 de noviembre no volvemos a las urnas no será por ninguna otra razón que el temor de algunos de los socios de Sánchez a que en esas nuevas elecciones su posición se vea más debilitada. Por eso el presidente en funciones no parece tener ninguna prisa.