Me fijé por primera vez en Ciutadans la noche electoral del 25 de noviembre de 2012. Yo estaba relativamente recién regresada (a Madrid) de vivir seis años en Nueva York, a donde me había largado por razones familiares y también, vamos a decirlo todo, porque empezaba a estar muy harta del procés. Que empezó haciendo sufrir a los periodistas más y peor que a mucha otra gente.
Eso significa que yo estaba en Nueva York cuando se fundó Ciutadans. De hecho, el mismo año (2006) que los de Albert Rivera alumbraban un partido político que no se parecería a ningún otro, yo daba a luz una hija. La cual tenía ya sus seis añazos cuando, asistiendo como comentarista a un programa de TV especial sobre las elecciones catalanas, me quedé muda y prendada al ver a Rivera en acción. “Qué te pasa con este”, me preguntó bajito una colega, la querida Rosa Paz, dándome un codazo. “Que no se parece a nadie ni a nada que yo haya visto antes en la política catalana”, le contesté. Pude haber añadido más: “No se parece a nadie ni a nada que yo creyera que pudiera surgir un día en la política catalana”.
Corría otoño del 2013 cuando me acerqué al Teatro Goya de Madrid para presenciar en vivo y en directo la llamada “Conjura del Goya”, el lanzamiento de Ciutadans a la política nacional. Fue como lanzar a volar millares de palomas en el desierto. Nunca olvidaré la mirada de la jefa de comunicación que, al detectarme allí, necesitó dos minutos de reloj para procesar cómo era posible que una buena chica excatalanista (¿debería decir exbuena chica?) hubiera ido a dar allí con semejante cara de ilusión. “Pero tú…¿estás con nosotros?”. Y yo sin pensar ni pestañear respondí: “Sí”.
No era el sí de los tontos pero sí el de los comodones. Se habían inventado una cosa que estaba muy bien, que se llamaba Movimiento Ciudadano y te permitía aparecer e incluso hablar en actos públicos, dar apoyo, contar tu experiencia, sentir el calor de otra gente con experiencias parecidas, pero no te tenías que afiliar al partido ni nada. Que eso a mí me daba un remusguis…
Me lo daba por mi inveterado individualismo de toda la vida y por un hondo nihilismo trágicamente asociado a décadas de periodismo político. Como para fiarse de que un partido, ningún partido, pudiera ser por dentro otra cosa que un nido de víboras y escorpiones.
Debo decir con vergüenza que entre 2014 y 2015 rechacé dos invitaciones para entrar en listas electorales de Ciutadans (una al Parlament y otra al Congreso), en parte por las dos razones ya mencionadas, en parte porque me estaba divorciando con una hija muy, muy pequeña (y me parecía que no podría con todo)…pero también porque casi en seguida le cogí un exagerado respeto, por no decir miedo, a la marca española de Ciudadanos. A su proyección nacional.
A ver cómo lo explico. Hubo un tiempo que no se podía dar un paso en Madrid con Albert Rivera al lado sin que algún espontáneo o espontánea se pusiera a gritar a pleno pulmón: “¡presidenteeeeeeee!”. Cada vez que yo lo oía o lo veía, me embargaban sentimientos contradictorios. Por un lado, el orgullo. Yo no estaba ni siquiera afiliada todavía (pudor periodístico), pero les votaba con ilusión y fervor. Les consideraba los míos. Por otro lado…ay, qué miedo me daba que aquel joven ungido por los dioses (sobre todo por el divino descaro que le había permitido con sólo 26 años plantar cara como si tal cosa a todo el establishment político catalán, a la omnímoda, aplastante sociovergencia…) se abrasara como Ícaro contra el sol del bipartidismo.
Mi idea de exportar Ciutadans a toda España era algo así como exportar una CiU no nacionalista del siglo XXI: un partido pequeño y ágil, limpio, corrector y con efecto bisagra. Tenía dudas de que aquello no complicara su acción en Cataluña; ya Jordi Pujol se había opuesto siempre a los afanes de Miquel Roca de tener ministros en Madrid por no ensuciar ni perder su “manos libres” catalanas. Pero yo entendía que Ciutadans no podía ser tan egoísta. Con la falta que hacía algo así, un ventarrón de desafío y de salud, en el resto de España. En fin, que me daba miedo que lo intentaran. Y a la vez estaba muy orgullosa de ellos por intentarlo.
¿Quién se iba a imaginar la potencia de aquel experimento, la fuerza desbocada con que Ciudadanos entró en el Congreso de los Diputados y en no sé cuántos sitios más? En el fondo de mi instinto vibraba una terca tecla de miedo: “se los van a cargar, se los van a cargar”… Pero era tan maravilloso ver el milagro en acción. Sobre todo aquel otoño del 2017 que yo seguía los plenos de la vergüenza en el Parlamento catalán pegada a la pantalla de mi tele de Madrid. Lagrimones como puños me corrían por las mejillas viendo las heroicas intervenciones de Inés Arrimadas, a la que más de una vez escribí, en éxtasis: “Gracias por estar ahí y por todo, gracias, gracias, gracias…”.
El resto es Historia, pero no tan conocida como todo el mundo se cree. Es triste tener que recordar que cuando Arrimadas consiguió su histórica victoria constitucionalista en diciembre de 2017, todo el universo político catalán, empezando por el PSC, se conjuro para expulsarla de la galaxia. Con decir que no sé cuántos cargos institucionales estratégicos se dejaron caducar y hasta pudrir por no permitir que ni un solo naranja se colara en ellos. Antes podridos que “no dels nostres”, ya me entienden.
En aquel contexto, cuando Arrimadas lía el petate y se va a Madrid a hacer las Españas con Rivera, se podía estar más o menos de acuerdo (yo ya he dicho desde el principio que era de las más miedosas y desconfiadas ante una cosa así), pero era una opción digna, seria…y que, de haber salido bien, ahora se recordaría muy de otra manera. ¿Se imaginan un Rivera vicepresidente del gobierno de la nación, una Arrimadas ministra? ¿Quién tendría bemoles para decir que habían abandonado Cataluña? ¿Se lo han dicho nunca a Illa, a Iceta o a Batet?
Ciertamente, todos sabemos que aquello no sólo no salió bien, sino que salió muy mal. Mis peores temores y pesadillas tomaron cuerpo: Ciutadans pasó de ser la kryptonita del sistema político al enemigo a batir. Se comprende porque ni siquiera Pablo Iglesias, en su arrogancia low cost, se acercó ni de lejos a rozar el núcleo duro del bipartidismo. Podemos era otra cáscara política vacía, otra agencia de colocación pura y dura, otro quítate tú que me pongo yo. 15-M de pacotilla. A las pruebas, a las acciones de gobierno y a toneladas de contradicciones y de promesas incumplidas me remito. “Con Rivera no”, gritaban ya sabemos quiénes a las puertas de Ferraz. Porque, de llegar a ser que sí, todo habría podido ser muy distinto.
Pero no lo fue. Pasó lo que pasó, como pasó y donde pasó, y a las zancadillas del sistema pronto hubo que sumar un cúmulo creciente y alarmante de goles en propia puerta. También era algo de temer a poco que conozcas el paisaje político español.
Cuando Ciutadans era un apretado ramillete de héroes, bueno, pues no otra cosa que lo mejor de cada casa cabía en sus sufridas filas. En cuanto empezaron a holgarse las mayorías y abrirse las compuertas de los gobiernos de coalición, quieras que no atraes a otro tipo de personal. Más acostumbrado a preguntarse qué puede hacer tu partido por ti, no qué puedes hacer tú por tu país…
Todos tenemos de qué avergonzarnos y de qué enorgullecernos. Uno de mis orgullos, pequeñitos pero tozudos, es haber dado el paso de afiliarme precisamente el 11 de noviembre de 2019, al día siguiente de la primera bofetada electoral en la cara del partido de mis sueños. Sentí que tenía la obligación de hacerlo, sentí, fíjense lo que les digo, que hasta tenía que expiar un poquito el pecado de no haberlo hecho antes. De haber dejado que mis desconfianzas y mis miedos prevalecieran sobre el que yo sabía que era mi deber.
¿He dicho mi deber? Sí, y vuelvo a decirlo. Es tan sencillo como esto, a ver. En 1978, todo el mundo que en España tenía dos dedos de frente y tres de corazón se quería dedicar a la política. Porque la hora era apasionante y era grave. Desde entonces mucho ha degenerado la cosa, mucho nos hemos apalancado todos, confiando en que la política ya nos la darían hecha. Que inventen y gobiernen ellos. Bueno, pues en mi opinión no es exagerado comparar el momento actual con el de la primera Transición. De hecho yo diría que en Cataluña estamos exactamente ahí.
Si algún lector ha llegado hasta aquí para que yo le cuente cómo van a evolucionar la marca y el liderazgo de Ciudadanos en España, siento decepcionarle, o, mejor dicho, siento decirle que se tendrá que esperar. Que estas cosas ni se resuelven de un día para otro, ni se resuelven en corrillos ni en charlas de café. Ni en artículos curalotodo.
Yo sólo puedo hablar y responder de mi personal, modestísimo pero apasionado y, ahora sí, comprometido al mil por mil, radio de influencia: Cataluña. El Ciutadans de tota la vida. Por él, para él y en él no sólo vencí yo mi miedo ancestral a “colectivizarme”, a aprender a jugar en equipo, sino que puse fin a veinte años de diáspora para volver a donde más creo que se me necesitaba y se me necesita.
Desde que volví/llegué, no he/hemos hecho otra cosa que trabajar duro, que trabajar unidos, que darlo todo, y después de darlo todo, volver a empezar a dar más. Con mis hermanos de escaño Carlos Carrizosa, Nacho Martín Blanco, Joan Garcia, Marina Bravo y Matías Alonso. Con Luz Guilarte en el Ayuntamiento de Barcelona. Con tantos otros compañeros en no sé cuántos consistorios catalanes, y muchos más donde, les cuenten lo que les cuenten, vamos a entrar dentro de un año. Estamos juntos y sabemos que no estamos solos, como no lo está ningún naranja verdadero en Bruselas ni en la Carrera de San Jerónimo, en el Ayuntamiento de Madrid o en el de donde sea. Porque nuestra Cataluña es tan grande, tan grande, que a todos compromete, ampara e incluye. Y esa es la madre de todas las batallas. De la definitiva, ansiada libertad.