¿Vivan las cadenas?
El Gobierno tuvo tiempo suficiente para hacer política para estar en condiciones de hacer frente a la crisis sanitaria. Sin embargo, optó por procrastinar hasta meterse a sí mismo en un callejón sin salida.
A fuerza de empeñarse en crear la realidad a bases de relato, el presidente de los 600 asesores ha terminado por hacer de la obra de Gobierno una especie de Retablo de las maravillas, en el que los Chanfallas, Chirino de turno convencieron a quienes quisieron ser convencidos de que, como en el entremés de Cervantes, sólo los moralmente limpios eran capaces de ver y entender la representación titeresca.
Por eso ha resultado tan enternecedor ver salir en tromba jeremíaca al contingente propagandístico de la coalición gubernamental, cuando el Tribunal Constitucional ha dictaminado que el rey estaba desnudo y que qué títeres, ni qué niños muertos.
Todo esto resultaría incluso divertido por pueril, si no fuese porque están jugando con las cosas de comer. Que personas a las que se les sabe o se les supone un discernimiento suficiente, se permitan relativizar la gravedad de la inaudita privación de derechos fundamentales aduciendo que el fin justifica los medios, y que los menospreciados magistrados se han puesto estupendos al cumplir con su función exclusiva de interpretación constitucional, algo que en modo alguno corresponde al ejecutivo, que dispone de la Brigada Aranzadi precisamente para evitar atropellos de esta índole.
Defender lo contrario, deslegitimando y minando activamente el criterio del Tribunal Constitucional, es el equivalente actual de aquellos abnegados partidarios de Fernando VII que desengancharon los caballos del carruaje del rey felón para tirar de ella ellos mismos al grito de ‘¡Vivan las cadenas!’.
Porque, en contra de lo que los adláteres del Gobierno de coalición se esfuerzan en hacernos creer, los españoles nos dotamos de un tribunal constitucional precisamente para impedir que la arbitrariedad de los gobernantes les induzca a tomar atajos legales por nuestro bien, en aras de las democracia sustantiva y con la única legitimidad de la aritmética electoral, a lo Carl Schmitt.
Contrariamente, tal y como señaló su antagonista Hans Kelsen, ‘la democracia es procedimiento, y sólo procedimiento’, un principio fundamental en el que abundaron después autores como Robert A. Dahl y John Rawls, cuya concepción formalista de la democracia como proceso normativo de toma de decisiones, es la espina dorsal de todas las democracias dignas de tal nombre.
Evidentemente, no se puede hacer política usando el código civil, como quien usa el código de circulación para saber como llegar a alguna parte. Pero nos acabaremos haciendo daño si fingimos no entender que mientras que la justicia se administra, la política se hace, y que corresponde a ésta enmendar y crear aquellos procedimientos formales necesarios para adaptar nuestro marco legal a situaciones inéditas, como la pandemia.
El Gobierno tuvo tiempo suficiente para hacer política, reformando leyes orgánicas que atañen a nuestros derechos fundamentales, para estar en condiciones de hacer frente a la crisis sanitaria. Sin embargo, optó por procrastinar, restando importancia a la pandemia durante meses, hasta meterse a sí mismo en un callejón sin salida que le obligó a imponer la suspensión de nuestros derechos fundamentales durante tres meses.
En contra de lo que sostiene despectivamente el cacofónico, y un punto histérico, relato oficialista, el formalismo procedimental no es una cuestión de juristas de salón tiquismiquis, sino el palo del almiar de nuestro Estado de Derecho.