Virginia y el culto de la tabula rasa
La proverbial construcción de los consensos basados en el mito de la tabla rasa, y el reconocimiento recíproco de la alteridad, es en la práctica un artificio que excluye del consenso a quienes no encajan en los esquemas de la causa única y absoluta
La cataclísmica victoria del candidato republicano Glenn Youngkin en las elecciones de Virginia, con una campaña cuyo lema central fue la educación, ha puesto de relieve una sensible desconexión entre los padres de los alumnos y el estamento educativo que determina las materias lectivas: el confinamiento durante la pandemia ha obligado a los padres a familiarizarse con los materiales educativos de sus hijos, y a un número importante de ellos no les ha gustado lo que hallaron en ellos.
Si bien en el caso virginiano el desencuentro ha estado centrado en la presencia recurrente de la ‘teoría crítica de la raza’ en los contenidos lectivos, sea por mímesis o por falta de ideas propias, las ideologías identitarias están cada vez más presentes en los libros de texto, y nuestro país no se escapa de la pulsión occidental por oficializar unas maneras de ver el mundo, en detrimento de otras. Todo ello, presuntamente, por el bien de los alumnos.
Dejó sin embargo dicho Aristóteles -quien fuera tutor nada menos que de Alejandro Magno- que solo una mente educada puede entender un pensamiento diferente al suyo, sin necesidad de aceptarlo.
Tras 2.400 años, tal parece que las autoridades responsables de formular la educación pública se han empecinado durante décadas en interpretar el aforismo del griego al revés, hasta llegar al punto en el que se ha normalizado la censura académica para proteger a los estudiantes de ideas que se consideran peligrosas, envolviéndoles a la par en burbujas de sentimentalismo, como quien embala una frágil figurilla de porcelana recién salida del horno.
No es difícil tirar del hilo de Ariadna para salir del laberinto de sofistería erigido por los gremios de las utopías subvencionadas, para justificar lo que no es sino un poco disimulado afán por el adoctrinamiento. Bien pronto nos daremos cuenta de que lejos de ser vanguardistas, estas tendencias pedagógicas son viejas, muy viejas, y nos remontan hasta 1762, fecha de la publicación del ‘Émile ou De l’éducation’ de Jean-Jacques Rousseau.
La premisa central del tratado del francés es que los niños vienen al mundo en un estado de gracia, dotados de una bondad inherente, que la sociedad degrada para hacerlos adultos. Ergo, la mejor manera de tener una sociedad mejor es preservar la benigna inocencia infantil, y qué mejor modo de lograrlo que librarles de la educación tradicional.
Se ha normalizado la censura académica para proteger a los estudiantes de ideas que se consideran peligrosas
No es de extrañar, pues, que de los cuatro elementos que en tiempos del ya aludido Aristóteles conformaban la noción del aprendizaje (Epistême, de lo abstracto y conceptual, Mètis, del sentido común y el pragmatismo, Phronesis de la sapiencia basada en valores, y Téchnê, de las destrezas y pericias), las sucesivas leyes educativas hayan ido “soltando lastre” en el conocimiento de filosofía, historia, lenguas clásicas, literatura o geografía, en favor de la Téchnê; de habilidades prácticas y fragmentarias que cierran más puertas de las que abren, pero que permiten prorrogar la infancia del alumnado eludiendo materias y métodos de aprendizaje que perturben el ludismo, la espontaneidad, y la gratificación inmediata de los pupilos.
Irónicamente, esta dilución educativa se acomete tomando en vano nombre de la diosa razón. Por un lado, porque al reducir el campo del saber a lo que se puede cuantificar, negando la utilidad del conocimiento no técnico, se inhabilita a los estudiantes para interpretar la realidad de una manera coherente y cohesiva -gnoseológicamente, que diría Gustavo Bueno- haciéndoles creer que se puede cuestionar moralmente el enunciado de un teorema, o criticar una convicción ética por carecer de verificación empírica.
Por otra parte, al sostener que la objetividad en las indagaciones científicas sólo cabe si se imparte una educación basada en el dualismo sujeto-objeto para mantener a sus mentes libres de los prejuicios y presuposiciones propios de los conocimientos tradicionales, se deja a los estudiantes inermes a los pies de los caballos de quienes hacen del relativismo un medio de vida, regurgitando los lugares comunes de las pláticas de gurús como Derrida, Foucault y Lacan en su cruzada contra la autoridad abanderando el credo de que la objetividad, las verdades universales, los valores y los significados, no son sino instrumentos de opresión.
Este batiburrillo psicologista ha terminado por llegar al mundo escolar de la mano del intersubjetivismo pramatista del filósofo Richard Rorty, quien sostenía sin ironía ni rubor que la justificación de la verdad de una creencia radica en su utilidad para controlar la sociedad, es decir, que su valor se deriva del beneficio obtenido por creer en ella.
Y sin embargo, tal y como se ha visto en Virginia, la proverbial construcción de los consensos basados en el mito de la tabla rasa, y el reconocimiento recíproco de la alteridad, es en la práctica un artificio que excluye del consenso -y censura- a quienes no encajan en los esquemas de la causa única y absoluta que promueven quienes saben que para que sea más fácil creer subjetivamente, que dudar objetivamente, es necesario que no se pongan en cuestión los dogmas en la escuela.