Viajando con Carme Forcadell

Quien me ha leído estos últimos años sabe que una de mis aficiones es viajar. Hoy me venían diversos flashes sobre historias pasadas. Recuerdo, por ejemplo, que siempre que voy a Madrid los taxistas me preguntan por el Barça.

Mi acento catalán me delata, me dijeron una de las primeras veces. Curiosamente, cuando estudiaba en Londres –ya saben un Erasmus a principios de los 90– me confundían con un escocés por mi acento cerrado. Yo creo que no me entendían y eso era lo más semejante a un escocés en Londres.

Más tarde, en alguno de mis viajes por Alemania, era habitual que me confundieran con un local y me pedían cómo llegar a una dirección. La verdad es que mi alemán es muy limitado. No tengo ni idea, pero supongo que mi altura y corpulencia me hacían pasar por un buen bebedor de cerveza y comedor de salchichas.

Más lejos aún, por Beijing, en la Ciudad Prohibida, recuerdo una de las anécdotas más bonitas. Unos niños de una escuela, bueno unas niñas, pidieron hacerse fotos conmigo. Era un occidental blanco en un lugar lleno de chinos.

Acepté la primera petición y luego me sentí como una estrella. Todas querían hacerse la foto conmigo y mi pareja. Desconozco si me confundieron con alguien más importante, o realmente era el exotismo de chico blanco, grande, muy grande, y chica blanca occidental.

Pero escuchando estos días a Carme Forcadell, esa musa de la independencia incapaz de mantener una conversación más allá de los tópicos, me ha venido a la cabeza si esos viajes hubieran sido con ella.

Pensaba que a mí, la verdad, me importa un pito lo que pensaron el taxista, el universitario, las niñas o el turista en Alemania. Simplemente, seguí la conversación. Hablé de fútbol, pensé en una supuesta infancia en los Highlands con una botella de whisky, con mi foto en cualquier escritorio de una mesa de una adolescente china o a dónde puñetas enviaba al turista que me preguntaba por una strasse.

Viajando con Carme las cosas no hubieran sido tan sencillas. Me equivoqué en mi vida y Carme me ha hecho ver la luz.

En mis viajes debía haber invocado mi “nacionalidad catalana”. Debía haberle dicho al taxista que ser catalán no era saber del Barça, explicándole lo de Montserrat y el resto de simbología catalana.

Debía haber explicado en los pasillos del University College of London que mi acento escocés era realmente una simbiosis prematura pensando en la futura e hipotética independencia de los pueblos escoces y catalán.

¿Que les diré de la Ciudad Prohibida? Debía haber explicado a las niñas chinas que en el pie de foto pusieran they are catalans como la novedad de encontrar un úzbeko en el metro de Barcelona.

Y como no, al turista en Alemania debería haberle enviado a la otra punta de la ciudad si era español. Obviamente si era de otro país de la Unión Europea debía explicarle todo el proceso e historia de Catalunya. Seguro que me invitaba a un café y se olvidaba de a dónde quería ir.

Ya saben, Catalunya es el ombligo del mundo y todos se interesan por lo nuestro. No olvidemos que los líderes mundiales citan a Artur Mas en sus oraciones cada día –bueno eso debe pensar el ínclito Francesc Homs–. Por eso, no crean esas televisiones donde Putin parece interesado por Crimea. Él sólo experimenta allí, pero su objetivo real y su mente está en Catalunya. ¡Ya os lo digo yo!

Siento contrariarles. Pero admito: “no viajé con Carme Forcadell”. Aunque ahora con los años me doy cuenta que no ir de la mano de Carme y su ANC fue ser un mal catalán. Me equivoqué. No ejercí mi nacionalidad. No internacionalicé el tema catalán.

No reivindiqué mi raza. No expliqué que España nos roba. Me olvidé de decir que España nos invadió en 1714. Ya saben, todo eso que hemos conocido durante los últimos meses. Por eso, les confieso que estoy preocupado. No duermo. Y peor aún, seguramente, deberé hacer caso a alguno de mis lectores apasionados que me recomendará en minutos pastillas para este insomnio.

Dudo, pienso, o ¿quizás me equivoco ahora? ¿Me dejo llevar por los suspiros de TV3? Elocubro en una habitación oscura. A saber si a lo mejor personas como Carme Forcadell han viajado y vivido tan poco, que ahora recuperan su gloria personal perdida en una vida bien aburrida.

La ex concejal de ERC en Sabadell, como admite ahora, paga la cuota pero es independiente del partido, quizás haya tenido una vida sin viajes, sin conocer más allá de su oficina pública o su cargo político donde nunca medró. Esas estrellas apagadas que eclosionan internamente un día sin causa aparente.

Razono. Triste es la existencia de la de la gente aburrida que requiere meternos en follones simplemente por tener algo que explicar. Vuelvo a razonar. Quizás debieran viajar un poco y ver cómo es el mundo.

Estos/as en su ignorancia local no lo saben pero los nacidos aquí, en Europa, somos unos privilegiados. Podemos viajar donde queramos. Podemos hablar aunque nos insulten. Podemos escribir aunque nos corrijan. Y hasta, de momento, todavía nadie se atreve a hacerlo sin máscaras –aunque voces se escuchan–.  No nos persiguen o matan como en otros lugares del mundo.

Analizo. Estos privilegiados pueden escaparse cuando unos trileros sin vida pasada quieren resucitar la época de los antiguos regímenes como en 1714. Ya saben, cuando reinaba el mando y ordeno y se clasificaba a la gente por clases. No hace falta decir que, por suerte, vino una Revolución francesa y acabó con esos privilegios que algunos quieren imponer desde sus asambleas.

No, no se equivoquen. La Carme Forcadell no es la revolucionaria, viajada e instruida. Más bien al contrario. Es el régimen totalitario que no dudará en imponer su pensamiento sobre los otros. Y si alguien se opone no hace falta decir a donde lo enviarán. En la Catalunya de Carme Forcadell hay muchos muros por construir a los que van a poner nombre. Es una lástima que no viajara conmigo y se quedara aburrida en casa.