‘Via catalana’ hacia la democracia

La desautorización de la via catalana se basa en cuestionar la iniciativa, el contenido o atribuir su promoción a designios de una conspiración nacionalista impulsada por las élites.

Una entidad de la sociedad civil, la ANC, con el apoyo de miles de otras entidades del país, sin el cual se haría incomprensible la capacidad de movilización, convoca una manifestación en forma de cadena humana para que Catalunya sea un estado. Nada que decir, ¿no?

A falta de argumentos democráticos, se atribuye a una conspiración judeo masónica de la burguesía catalana la promoción y financiación de esta manifestación, como la del año pasado y como todas las que desde 2006 han ido expandiéndose, cada vez más, por las calles de Catalunya.

Otra versión habla del enloquecimiento de las élites y del pueblo. Los catalanes se han vuelto locos. ¿Qué nos proponen estas minorías iluminadas que en Catalunya predican que todo el mundo ha perdido el juicio menos ellas? ¿Encerrar al pueblo en campos de concentración psiquiátricos? Estas versiones se venden muy bien en las tertulias de 13TV o de Intereconomía, La Razón, ABC y El Mundo.

Pero me encanta que se las crean, porque no hay peor forma de abordar el grueso problema que tiene España que plantear mal la raíz del mismo. Quiere decir que les estallará cuando todavía estén buscando la cúpula masónica de donde salió el movimiento. Cúpula que no existe.

Hagamos memoria. Hasta 2004, las encuestas reflejaban un porcentaje de apoyo a la independencia que se movía entre el 14 y el 25%, en tendencia ligera al alza, fruto del malestar silencioso. Se acumulaba por la degradación de la democracia en Catalunya, que generaba la erosión autonómica.

Este malestar, que se tradujo en el impulso de ERC hacia la tercera posición, con papel clave en la política catalana, forzó a las cúpulas de los partidos más instalados en el régimen de la tercera restauración (las dos primeras fueron la de Fernando VII y Alfonso XII) a moverse de la silla. Exploraron, desde una vía totalmente legal y prevista en la Constitución, la reforma del Estatuto de autonomía.

Las dos finalidades claras eran cambiar el injusto sistema de financiación y de inversión, que se empezaba a percibir desde la opinión pública como un grave problema social, y consolidar los derechos políticos y la cultura de Catalunya con un sistema de competencias transparente, a salvo de intervenciones abusivas del Estado.

En definitiva, era una propuesta para que, como algún inteligente españolista detectó, Catalunya encajara en un sistema federal y plurinacional en España. La respuesta de la opinión pública, la publicada, la de las élites políticas y la del aparato del Estado fue no. «España antes rota que federal». Y aquí estamos.

Las élites moderadas catalanas intentaron asumir una vez más la autocensura como fórmula de pacto.

El acuerdo entre Mas y Zapatero y el penoso recorrido del Estatuto en el Congreso, indica que una actitud menos «conquistadora» de las élites del palco del Bernabeu hubieran encontrado, una vez más, entre los «felpudos rojos» de los que habla Albert Sánchez Piñol, una amplia voluntad de colaboracionismo.

La masiva manifestación de febrero de 2006, organizada por las entidades y ERC en contra de las rebajas pactadas y que llenó, recordémoslo, desde plaza España hasta Arc del Triomf, fue un serio aviso para estos felpudos rojos. Y la participación, inferior al 50%, en el referéndum del Estatuto recortado por Guerra y compañía, también.

Después vino el via crucis del Tribunal Constitucional. Patético, ilegítimo, con la mitad de miembros dimitidos… culminó con la sentencia de 2010.

No sólo Catalunya se quedaba sin «fuero ni huevo», sino que se daba la vuelta a la voluntad de los ponentes, estableciendo un golpe de Estado constitucional contra el contenido del pacto constituyente de 1978: ninguna competencia era exclusiva, la financiación sería arbitraria al servicio de una causa llamada solidaridad, que de hecho era la consagración de la injusticia, y se tocaba hueso al relegar al catalán a lengua secundaria.

La sociedad civil (no los partidos que habían apoyado ese Estatuto y que se quedaron con el culo al aire) salió a la calle en julio y dijo: lo que vota el pueblo catalán es sagrado en democracia y, por tanto, un tribunal no puede tumbar la decisión de unos ciudadanos que tienen derecho a decidir.

Con muchas contradicciones, excepto PP y Ciutadans, que están en contra de la democracia en Catalunya, el resto de partidos apoyaron la manifestación.

De aquella España, donde las clases extractivas de Madrid, con el amplio apoyo popular de la gente que vive de las migajas de pan del banquete expoliador, vino la gran decepción (no odio, como pretenden algunos que sí lo tienen) de la mayor parte de las clases populares catalanas, que entonces giraron.

Las estadísticas de favorables a la independencia se dispararon.

Ello generó, ante las dudas y vacilaciones de todos los partidos que habían apoyado el Estatuto, la creación autónoma de una organización civil para superar un impasse que los pendones rojos catalanes eran incapaces de abordar ante los colonizadores castellanos.

La ANC y sus movilizaciones son fruto de España. El kilómetro cero de la via catalana también está en la Puerta del Sol.

¿Qué proponían PSC, CiU e IC ante el desastre post sentencia? Renegociar el Estatuto, poner, a través de leyes o del famoso 150.2, parches al descosido que, sin paliativos, el Constitucional había dado al autogobierno.

Mientras, el aparato del Estado, con la aceleración subsiguiente a la subida del PP, aprovechaba todas las brechas abiertas en las murallas de la autonomía para enterrar los restos. La máquina legislativa del gobierno central, con la excusa de la crisis, ha puesto en marcha una dinámica con la que ahora se puede afirmar que ya no queda autonomía.

El Estado ingresa y paga lo que quiere. Decide cada vez más en todo. Obliga a las autonomías a ser simples delegaciones asfixiadas económicamente, que deben aplicar sus políticas. Para eso, es mejor que resuciten a los gobernadores civiles y a los «jefes provinciales del Movimiento». Se ha consumado el golpe de Estado del 23F.

Por ello, ante la parálisis del autonomismo catalán (CiU, PSC, IC), el movimiento popular proponía una manifestación por el Estado propio el 11 de septiembre de 2012 (un millón y medio e impacto mundial). Recuerden que, hasta a última hora, CiU habló de que iba a por el pacto fiscal, y que IC decía sí pero no.

El PSC en plena desbandada, dijo por primera vez, no a la movilización de la centralidad sociológica.

Y pasó lo que pasó: CiU e IC reaccionaron apuntándose en las elecciones de noviembre de 2012 al programa por el derecho a decidir y el Estado propio. Sus bases sociales se han movido mayoritariamente hacia esa tendencia.

El PSC dio marcha atrás, abandó a su suerte a las bases socialdemócratas y catalanistas, y se situó en la órbita de la derecha españolista.

Así llegamos donde estamos ahora.

Como la casta extractiva, preocupada por subsistir a los escándalos de robo generalizado (Bárcenas – PP; Noos – Monarquía, ERE – PSOE y añadan, si quieren, a Millet – CIU), necesita reubicarse, busca enemigos de España.

El papel en clave interna lo protagoniza Catalunya (el sector financiero de CiU mayoritariamente es anti independentista aunque una minoría también se ha apuntado al nuevo carro). En el exterior, el enemigo es Gran Bretaña y Gibraltar.

No se escucha ninguna propuesta de reconsideración del Estado, que no sea volver a la España preconstitucional. Cuentan los territorios no las personas, ante la sorpresa de los demócratas conservadores ingleses.

Entonces, con este principio y sin poder utilizar las armas del duque de Berwick, ¿qué piensa hacer la élite española ante una población que definitivamente ha dado la espalda a España y no está dispuesta, siendo el 16% del total, a continuar recibiendo el 10%, mientras contribuimos al 20% del PIB, al 24% de los ingresos, el 30% de las exportaciones y del turismo, y cerca del 50% de la investigación más avanzada?

¿Cómo responderá a la indignación de una población con el 27% de paro y sólo un 10% de funcionarios mientras la media española es el doble y la de algunas comunidades el triple? ¿Y a que nuestras instituciones sean tratadas como gobiernos civiles? ¿Y a que nuestra cultura sea excluida?

La via catalana que promueve la sociedad civil con apoyo, ahora sí, de la mayor parte de los partidos del Parlament, es una apuesta por una solución razonada de divorcio. Como se hace entre parejas civilizadas de países con derechos civiles. ¿La vía española cuál es? “¿La maté porqué era mía?”…

Los energúmenos, que en vez de argumentos sólo utilizan el miedo y la amenaza contra la vía democrática y pacífica para la construcción de un nuevo marco democrático y social en Europa, tendrán que echarle imaginación para no repetir lo de bombardear Barcelona cada cincuenta años.

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