Urdangarín en la Corte de los Milagros
Iñaki añora los veraneos anónimos de su familia en Viladrau, en la cara umbría del Montseny. Siente nostalgia de sus años mozos
El asfalto cruje bajo la canícula. Iñaki Urdangarín y su abogado Mario Pascual Vives se reúnen en el domicilio barcelonés del duque de Palma mientras que la infanta Cristina aprovecha para acudir a La Caixa, en cuya fundación desempeña el cargo de directora del Área Internacional.
Los Urdangarín llegan de Washington (donde Iñaki desempeña la representación de Telefónica) y recalan en Barcelona antes de visitar a Claire Liebaert Courtain, la madre del consorte, en el País Vasco francés. Los duques se mueven discretamente, pero sus perfiles pertenecen ya al retablo ibérico de la Corte de los Milagros; son esfinges mutantes del valleinclaniano callejón de Gato, y su simple escala veraniega despierta la voracidad de los medios.
Urdangarín añora hoy los veraneos anónimos de su familia en Viladrau, en la cara umbría del Montseny, feudo de los Bofill, cuya fundación honra la memoria del poeta Guerau de Liost (Jaume Bofill i Mates). Siente nostalgia de sus años mozos, cuando las bicicletas eran para el verano en la misma montaña de amatistas disfrutada por su padre, el ingeniero Juan María Urdangarín Berriochoa, militante histórico del PNV, conocido ex director general de Hispano Química, filial de La Seda hoy en manos de la alemana Fuchs, que se retiró en Vitoria como presidente de la Vital (Caja de Ahorros de Vitoria y Álava).
Acosado por la toga y el papel, Iñaki volvería al pasado aunque sólo fuera para borrar la operación Babel, una de las 26 piezas del sumario Palma Arena, donde se investigan presuntos delitos de malversación de caudales públicos, prevaricación, falsedad documental y fraude a la Administración. Como es de sobras conocido, Urdangarín y su socio, Diego Torres, fueron cazados en un ángulo de aquel enorme sumario; desviaron fondos que el gobierno de Baleares, la Generalitat valenciana y otras instituciones firmaron con el Instituto Nóss, fundado por el yerno del rey.
Aquel pelotazo alcanzó cotas mayores: Aceralia, Telefónica, los clubes de fútbol del Valencia y el Villarreal, la SGAE, la Generalitat de Catalunya o los ayuntamientos de Alcalá de Henares y Mataró. Y hubo más, porque los ingresos no eran el último objetivo de la trama: La Fiscalía Anticorrupción acusa directamente al duque de Palma de evasión a paraísos fiscales de Belice y Reino Unido.
Esta vez sí. Los negocios de Zarzuela han visto la luz, y el destino ha querido que su escándalo se cruzara además con la senda de los elefantes de Botswana. Al mayúsculo despropósito se le suma ahora el Wall Street Journal anunciando que la casa real española ha perdido brillo. Una banderilla de castigo del diario neoyorquino que curiosamente no desvela el republicanismo compasivo de su patrón, Rupert Murdoch, dueño de la Fox y del conglomerado conservador News Corporation, en el que el ex presidente Aznar desempeña el cargo de consejero.
El consenso político de la monarquía es un delicado jarrón veneciano, que se puede romper en mil pedazos. La institución se hizo visible el día que, por consejo del marqués de Mondéjar, Juan Carlos decidió reinar en una Zarzuela desnuda de cortesanos y distanciada de los Grandes de España.
Pero un rey sin aristocracia es un rehén de su palacio y, para hacer más llevadera la corona, el monarca alentó una corte civil particular hecha de navieros, como Cusí o Fefé, y conquistada por hombres de negocios, entre los que sobresalían el embajador Manuel de Prado y Colón de Carvajal o el banquero Mario Conde. “Gobernar para reinar”, aquel protocolo digno de un valido, que se sacó de la manga el ex ministro don Pio Cabanillas y se concretó en la disolución de las Cortes franquistas, desembocó en quehaceres prosaicos, como los negocios o la contabilidad creativa.
La monarquía constitucional que ahora se agrieta tuvo días mejores. Mondéjar dio paso a Sabino Fernández, el ex jefe de la Casa Real que le prohibió la entrada a Mario Conde, poco antes de que el entonces presidente de Banesto fuera procesado y condenado a prisión. La España inflacionaria y rampante de los ochenta murió en el caso Banesto. Pero hoy, mucho tiempo después, Mario Conde recobra visibilidad y anuncia su candidatura como líder de Sociedad Civil y Democracia, un partido regeneracionista.
Armado de Joaquín Costa, el ex banquero quiere abrirse paso entre la bicefalia, PP-PSOE, destronando de un plumazo a Cánovas y a Sagasta; es decir, a Rajoy y a Rubalcaba. Regenerarse o morir, pero desde abajo, como aquel zapatero remendón de Baroja, que regeneraba zapatos en vez de reparar medias suelas. Regenerarse sí o sí, como prometió Max Estrella, protagonista de Luces de Bohemia, en la noche del Madrid de los Austrias.
Los Torre-Mellada, imaginados por Valle en la Corte de Isabel II, son ahora la pareja Urdangarín-Borbón. Sobre su mundo se cernía el desdoro mucho antes de Nóos. Cuando se publicó el polémico libro de memorias de Doña Sofía (La reina desde muy cerca), después de driblar la vigilancia de Eduardo Aza, supimos que Zarzuela era un queso gruyère. La venganza de los guardianes esperó su momento; se produjo después de la comparecencia de Urdangarín ante el juez instructor, José Castro, el pasado 25 de marzo.
El apartheid del duque de Palma, su segregación de la Casa Real, fue presentada por Rafael Spottorno como un cortafuegos. El actual jefe de la Zarzuela se mostró enigmático defendiendo a Cristina: “Ella tiene otra dimensión en este terreno”. Y acertó poco después, cuando el fiscal Pedro Horrach descartó la imputación de la infanta porque «no hay elementos incriminatorios”.
Este verano olímpico de 2012 preludia el calentamiento global. Iñaki Urdangarín, devoto del Citius, altius, fortius ideado por el barón de Coubertin, lo pasa entre despachos y paréntesis familiares. Su peor enemigo, una pieza aparte del gran sumario Palma Arena le señalan como accionista de la empresa inmobiliaria Aizoon destinataria de dinero público llegado de Baleares o de Valencia. Es el saldo de los registros realizados en su día en la sede de Nóos, en la Generalitat de Valencia y en la Ciudad de las Artes y de las Ciencias.
La marca familia real, un fondo de comercio de enorme valor, se ha convertido en un bumerán mortal. Los informes vacuos y la esponsorización virtual del consorte pueden acabar en los anales de la simbología de la España pícara. Los iconos del gabinete del duque de Palma preludian refugios oscuros; y, aunque se dé por descontada, su presencia en los conciertos de cámara y silencio tosido se anuncia menguante para este otoño.