Unos incendian contenedores y otros lo aprueban
Contrariamente a lo que suele creerse, el independentismo catalán no es un movimiento juvenil, sino senil
Contrariamente a lo que suele creerse, el catalán es un independentismo senil. Insisto: no se trata de un movimiento juvenil, sino senil. Un independentismo que tiene sus características y que mayoritariamente responde a una tipología concreta de ciudadano.
Al respecto, se recomiendan –los datos como reflejo de la realidad– un par de trabajos: el del politólogo y profesor de Ciencia Política Oriol Bartomeus (L´antic votant pujolista agafa el trabuc, 2021) y el del analista electoral Carles Castro (Catalunya, ¿adónde vas?, 2021).
El independentismo senil en Cataluña
Oriol Bartomeus, a partir de los sondeos anuales del Institut de Ciències Polítiques i Socials (ICPS) de la Universitat Autònoma de Barcelona, concluye que en 2010 casi el 20% de los electores catalanes se situaba en el centro político del “tan catalán como español” o “más catalán que español”. Diez años más tarde, en 2020, este espacio solo concentra el 10% de los electores. ¿Dónde ha ido el 10% restante? A la izquierda de pertinencia y obediencia independentista.
La cuestión: ¿quién ha cambio de lugar? Nuestro politólogo detecta que son los mayores de 70 años quienes han radicalizado su posicionamiento ideológico desplazándose del centro político moderado a la izquierda independentista como forma de manifestar el abrazo de las tesis secesionistas y su pulsión antiestablishment. Un tránsito que obedecería a la asociación que el independentismo establece entre la derecha y el nacionalismo español.
Del análisis de Oriol Bartomeus merecen destacarse tres conclusiones interrelacionadas y una precisión que dan cuenta y razón de lo que ha sido/es el “proceso”:
Primera conclusión: desde los inicios, el “proceso” no ha sido protagonizado principalmente por las generaciones más jóvenes.
Segunda conclusión: la independencia no llegará –si llega- a caballo del relevo generacional, es decir, de las generaciones más jóvenes que van creciendo.
Tercera conclusión: la force de frappe que sustenta el movimiento independentista “no son tanto los jóvenes que incendian contenedores, como los viejos que lo aprueban”.
La precisión: el movimiento independentista no se caracteriza por su raíz generacional, sino por el origen familiar de sus impulsores y la lengua que utilizan. Traducción: la división de Cataluña no se establece entre viejos y jóvenes, sino en la cicatriz entre los catalanes con orígenes foráneos y los catalanes con orígenes –la lengua cobra una importancia decisiva– nostrats. ¿Nostrat?: a nuestra manera, de nuestra tierra o patria, de nuestra nación o país, lo propio, lo nacional, lo natural del país. Traduzco: etnicismo, supremacismo y exclusión.
Nuevas y viejas generaciones
Por su parte, Carles Castro –usando datos propios, del INE y del CEO- señala el hiato entre las nuevas y las viejas generaciones. Un ejemplo:
Si en 2013 el apoyo a la independencia de la franja entre 18 y 34 años era del 56,3 % y el de la franja de más de 64 años era del 50,1 %; en 2021 el apoyo es del 39,1 % y el 44,8 % respectivamente. A lo que habría que añadir que, en 2021, la franja entre los 50 y 64 años también es superior a la de los jóvenes (41,0 %). Un nacionalismo envejecido. Senil, se decía más arriba.
Los tataranietos de 1714 y la revolución pendiente
El independentismo senil –datos son datos y actitudes son actitude– que se percibe en Cataluña, combinado con el carácter nostrat del mismo, retrata una Cataluña secesionista envejecida, ancestral, comarcal, carlista, nostálgica, étnica, excluyente, victimista, que comulga con un relato inventado que recita una y otra vez sin solución de continuidad, que usa y abusa de la interpretación teatral dramatizada de una historia y un presente diseñado a la carta.
Una Cataluña independentista senil cuyos protagonistas –tataranietos de 1714, biznietos de la Renaixença, nietos de Francesc Macià i Lluís Companys modelo 1934, hijos del mayo del 68 rebajado a fiesta popular, amigos de los xenófobos europeos y de la Rusia de Vladímir Putin, constructores de fantasías o utopías que conducen a la sociedad cerrada– se empeñan en hacer –ahora y aquí: en la Cataluña del golpe a la democracia y la legalidad constitucional de 2017– la revolución pendiente. Una revolución de jubilados que encuentra el sentido de la vida en la autopista que conduce, no al Imserso, sino al abismo.
Ese es el regalo envenenado que los abuelos dejan –envuelto con papel de celofán cuatribarrado y estrellado- a los hijos y los nietos. Esos abuelos expertos en sueños y rituales para cambiar la vida que intentan transmitir a la descendencia –al parecer, sin éxito- el patriotismo estrafalario y la enfermedad de pasado –la expresión pertenece al filósofo Josep Ferrater Mora- que padece el nacionalismo catalán.
El pecado imperdonable de la franja sénior del “proceso”: contaminar el ambiente y quebrantar la convivencia para satisfacer al ego frustrado.
Palabra de psicóloga
En todo ello, hay algo más que se me escapa. Ante la duda, consulté a una psicóloga experta en conflictos político-sociales.
Esto me dijo: “la personalidad inmadura se caracteriza por la persistencia, en la edad adulta, de rasgos propios de la infancia como la influencia y exaltación de las opiniones inducidas, la tendencia a escapar de la realidad vía fantasía, la desorientación de un comportamiento incapaz de encontrar el norte. La personalidad inmadura es impaciente, moviéndose, en general, en función del instinto, el sentimiento y el capricho. Una personalidad -`lo quiero, porque me corresponde tenerlo´- que soporta mal los contratiempos y no tiene en cuenta las consecuencias de sus actos guiados por el afán de autoafirmación y obtención de la satisfacción inmediata”.
Helado, me quedé.